Tampoco, más allá del indudable
interés de sus respectivas obras, Spengler o Toynbee aportarán nada
substancialmente nuevo al modelo hegeliano de la Historia, aunque sus
respectivos sistemas estén desprovistos, tanto del optimismo metafísico, como
del carácter productivo de la negatividad propio de la dialéctica hegeliana que
es, a su vez, condición de la posibilidad de un progreso que incitaba
precisamente a tal optimismo. Frente al filósofo de la historia, la historia
filosófica. Sin duda hay que conocer ahora la historia para poder entenderla. Al
carácter deductivo y a priori del
primero, se le opone lo inductivo y a
posteriori de los segundos. Pero sigue habiendo al final en ambos caso una
lógica «fatal» que rige el devenir histórico.
Cambio de tercio. Muy
probablemente, la más genial pretensión de matematización de la Historia nos la
ofrezca el género literario de la ciencia ficción de la mano del genial Isaac
Assimov en su saga de las Fundaciones, que entronca al final con la de los
robots amigos del policía Elijah Baley. La idea es muy simple, a la vez que fascinante...
En un universo donde toda la
galaxia ha sido ocupada por la raza humana, organizada bajo la égida de un
impero galáctico cuya capital es Trántor, un científico algo atrabiliario, Hari
Seldon, funda una nueva ciencia, la Psicohistoria. Se trata de una síntesis
entre Psicología, Sociología, Historia y Matemáticas. Los fundamentos axiomáticos
son, en principio, y como ha de ser, muy simples: el comportamiento humano,
visto individualmente, es impredecible, pero tal incertidumbre va reduciéndose
a medida que tratemos con grupos cada vez mayores de individuos. Y con millones
de planetas colonizados por una población humana de trillones de individuos,
Hari Seldon llega a la conclusión de que ya se da la masa crítica necesaria
para poder predecir la futura evolución de los acontecimientos históricos con
precisión matemática y mediante el uso de la misma.
Y funda la Psicohistoria, cuyo
primer y único diagnóstico es demoledor. Aun aparentemente en pleno esplendor,
el imperio galáctico está entrando en decadencia, y con él, la civilización.
Una decadencia que llevará a un periodo de caos que durará unos diez mil años,
hasta que surja un nuevo poder que rescate a la humanidad de la barbarie que se
anuncia. Su objetivo, el del bueno de Hari Seldon, en la mejor de las
aspiraciones fáusticas, es conseguir que este periodo de diez mil años de
anarquía se reduzca a tres mil. Para ello, bajo la cobertura de un centro de
estudios destinado al mantenimiento del saber y la ciencia, creará una
Fundación en un planeta situado en los arrabales de la galaxia; y otra en el
otro extremo, la Segunda Fundación...
Cómo se desarrollará todo esto
lo dejo para los que ya lo saben, no sin recomendar encarecidamente su lectura
a los que no lo hayan hecho todavía, ni sin avanzar que, en la más pura línea
de los clásicos, al final de la saga sabremos que el propio Hari Seldon no fue
más que un instrumento de designios mucho más «altos», sólo que en esta ocasión
no se tratará de moiras ni dioses, sino de… un talentoso robot llamado Daneel
Olivaw.
En lo que aquí nos
ocupa, lo importante es la posibilidad real, puesta sobre un escenario de
ciencia ficción, pero de evidentes analogías con la decadencia del Imperio
Romano, reconocida por al mismo Asimov, de la posibilidad no sólo de predecir
el futuro, sino también de incidir en él y modificarlo. Y es aquí donde,
después de tan excesivo y seguramente abstruso exordio, llegamos a nuestro tema:
las versiones «bufas» de las aspiraciones deterministas.
(CONTINUARÁ)
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