Fue Burrhus F. Skinner
(1904-1990) el que se llevó la fama con su novela «Walden dos», que no es una
novela psicológica, sino un manual de psicología novelada que presenta, bajo
una aparente estructura narrativa, las bases del conductismo psicológico,
teoría de cual Skinner es, junto con Watson (1878.1958), uno de sus más
conspicuos miembros. La fama, o la mala fama, proviene de que el conductismo se
autopostuló como la primera Psicología «científica» que afirma su capacidad
de modificar, dirigir, manipular e instrumentalizar la personalidad, la
conducta, a través de un «correcto» tratamiento de los estímulos,
emblematizados en la archiconocida ecuación «E → R». De ahí la lapidaria frase
de Watson: “Dadme una docena de niños
sanos para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y
adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo
pueda escoger .médico, abogado, artista, hombre de negocios e incluso mendigo o
ladrón- prescindiendo de su talento, inclinaciones, tendencias, aptitudes,
vocaciones y raza de sus antepasados”. ¡Qué familiar suena! En definitiva, técnicas de modificación de
conducta, y con ello de emociones, amparadas por la «ciencia».
Lo intentó Watson con el famoso
caso del «niño Albert», por cierto cubriéndose de oprobio –es curioso que
meterle una fobia a alguien sea más fácil que quitársela luego-. En los mismos
tiempos de entreguerras, mientras Watson hacía sus primeros sus pinitos
psicológicos y terapias conductuales, Aldous Huxley nos presentaba en su Brave new world (1932) uno de los
posibles desenlaces de la realización de tales designios. En definitiva, y a lo que íbamos, la pretensión de los educadores
emocionales de trajinar con la personalidad y las emociones humanas no parece
ser tan novedosa como se anuncia. Y sus métodos tampoco. Otra cosa es el cebo
que pongan en el anzuelo.
Algunos opondrán a esto que el
conductismo skinneriano y las teorías de la inteligencia emocional son
antitéticas por partir de supuestos y de modelos absolutamente opuestos. Y por
tratarse de paradigmas muy alejados entre sí. En principio podría parecer una
objeción más que razonable, y no sólo porque el ambientalismo conductista no
parece que case nada bien con el supuesto intimismo implícito a la capacidad de
controlar de las emociones, sino también porque, correlativamente, la dicotomía
se plantearía también en términos de heteronomía psíquica, en el caso
conductista, contra la supuesta autonomía psíquica postulada por nuestros
coetáneos emocionalistas. Pero en ambos casos, ya se trate de técnicas de
modificación de conducta o de moldear las emociones, lo cierto es que hay una
heteronomía insoslayable y recurrente. En realidad, la educación emocional no
es sino un nuevo conductismo presentado con un pelaje más acorde a los tiempos
que corren. Donde unos dicen «emociones» e inteligencia emocional, los otros
decían respuesta a un estímulo externo y conducta. En realidad, de Watson y
Skinner a Goleman y sus voceros va un trecho, sí, pero sólo en el tiempo.
En definitiva, de Walden
dos a Walden tres, hasta Walden
n, el Walden emocional. Pero siempre Walden. Y
el síndrome de Frankenstein.
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