Mandeville ya nos dijo en su Fable of the bees que de los vicios
privados surgen las virtudes públicas, o lo que es lo mismo, que el egoísmo individual
puede resultar beneficioso para la comunidad. Algo así como una suerte de efecto perverso
con resultado feliz, que diría Gianni Vattimo. Adam Smith, por su parte, nos
previno contra ciertas ingenuidades cuando del mercado se trata. El panadero
que hace las tortas tan buenas no es que sea buena persona ni que las elabore para
nuestra satisfacción y bienestar, sino para vuelva a comprárselas a él y así ganarse la vida.
Creo que Smith, como economista
teorizador del capitalismo moderno y, a la sazón, profesor de Ética, entendió
perfectamente a Mandeville. No podemos hablar de moral en términos de mercado sino
teleológicamente, nunca deontólogicamente. Lo que prima es la persecución del
máximo beneficio como objetivo hacia el cual se orienta toda actividad económica, cuyos únicos límites vienen marcados por el sentido de la realidad, expresado
bajo la forma de las leyes del mercado y en un contexto de concurrencia. En
esta tesitura, la imposibilidad de moral autónoma se resuelve legitimando el
sistema desde la heteronomía de la famosa mano invisible que el propio Smith nos refiere, y de la cual somos meros instrumentos. Eso sí, la concurrencia acaba obligándonos a actuar como si
fuéramos buenos y nuestras acciones estuvieran bondadosamente encaminadas a
proporcionar el bienestar del prójimo. Pero en realidad, y contrariamente al
modelo kantiano, el prójimo no es un fin en sí mismo, sino un medio en tanto
que cliente, y la máxima kantiana de concordancia con la forma lógica universal
aplicada al mercado resulta ser la codiciosa y egoísta obtención del máximo posible
beneficio, imperativo sólo atenuado por la realidad de una inevitable concurrencia.
A su vez, el sistema
económico capitalista tiende por su propia naturaleza a la mercantilización de
todas las cosas; es la lógica inherente al sistema. De no ser así, de ponerse
algún límite formal, colapsaría por implosión. Otra cosa es
cómo lo vistamos para hacerlo más presentable, pero esto es lo que hay. No es
que todo esté en el mercado, sino que todo es mercantilizable. Y su único valor
es el valor de cambio. En el Gatopardo hay un pasaje que lo describe más
ilustrativamente que cualquier tratado de economía. A la vista de unos
candelabros de plata, y mientras el príncipe de Salinas le explica al enriquecido
Don Calógero su «valor», que para el aristócrata propietario consiste en que es
un regalo de los reyes de España a un bisabuelo suyo, el otro exclama «¡deben
valer una fortuna!».
Sirva todo este proemio
para abordar lo que en mi opinión está ocurriendo con esto que llamamos «educación»,
«enseñanza» o «instrucción», según las preferencias de cada cual. Es decir,
aquel ámbito que tradicionalmente ha sido el propio de la institución escolar o
académica, tan presente actualmente en los medios con motivo de la aparición
del libro blanco del señor Marina y de sus «intrépidas» e «innovadoras» propuestas,
en lo que no es otra cosa que una fase ya bastante avanzada en el proceso de
mercantilización de tal institución y de su «producto». Y como no podía ser de
otra manera, de la introducción en este ámbito de la lógica de funcionamiento
acorde con las leyes del mercado en que se está incardinando.
En cierto modo, es
verdad que algunas actividades propias de la institución escolar han estado
siempre en el mercado, pero sólo parcialmente y, diríamos, periféricamente, no
la institución en sí. Ni siquiera la privada concertada, que ya es decir. Siempre, o desde casi siempre, hubo libros de
texto y sus inevitables intereses editoriales, viajes fin de curso y semanas
blancas cuyo impacto económico en el sector turístico y de ocio es sin duda de
cierta relevancia, o caterings a cargo de los comedores escolares… Pero no nos
estamos refiriendo a nada de esto. Una cosa es que ciertas actividades
incorporadas a la institución escolar recurran al mercado y a la oferta y la
demanda para su realización, y otra muy distinta que la propia institución se
ponga directamente en el mercado, que es lo que se está propiciando y que
supone un cambio cualitativo en la naturaleza de dicha institución y en el
concepto que de ella hasta ahora se había tenido.
En este sentido, lo
único que ha hecho el señor Marina es explicitar una etapa más del proyecto que se inició hace más de veinte años con la LOGSE: la
mercantilización de la enseñanza. Y precisamente porque de lo que se trata es de
poner la educación y la institución escolar en el mercado, el criterio a partir
del cual debemos entender todo el proyecto es el de la obtención de lucro. De
lo que se trata es de convertir la escuela en un negocio como tantos otros
sectores. Y aspectos tales como la calidad de la enseñanza, la evaluación de
los docentes, la privatización de la gestión, el fracaso escolar o la formación
de las nuevas generaciones, son meros pretextos utilizados como señuelos y subordinados
al objetivo que confiere razón de ser a cualquier negocio: la obtención de
beneficio como fin; o lo que es lo mismo, que lo que se invierta produzca un retorno
superior a lo invertido, contra más, mejor.
Luego, como el panadero
en el ejemplo de Adam Smith, habrá quien hará el pan más bueno y quien no
tanto, igual como hay panes más caros y otros más baratos, con gluten o sin
gluten para salíacos, al gusto y disposición del cliente según sus preferencias
y posibilidades. Pero el fin no será el bienestar ni la felicidad del usuario,
sino que tal estado haga que vuelva regularmente a mi panadería y pueda yo así
proseguir con mi negocio. Obviamente, en este nuevo concepto, donde de lo que
se trata es de conseguir, como medio para mis fines, la satisfacción del
cliente, la universalización de categorías como, por ejemplo, aprobado,
suspenso, deberes o cultura del esfuerzo, no es que se proscriban porque sí,
sino que son contradictorias con la propia naturaleza de la empresa. Lo mismo
que la figura del docente tal como hasta ahora la habíamos conocido.
Se podría objetar a esto
que la mercantilización de la escuela no tiene porque necesariamente eludir
niveles académicos de calidad y de exigencia. Y es cierto, sólo que no bajo la
forma de oferta universal. Habrá ciertamente muchas ofertas educativas, como
hay muchas ofertas gastronómicas. Y al igual que hay desde restaurantes de alto
postín hasta los de comida basura, con la oferta educativa ocurrirá lo mismo. Y
de la misma manera que una comida basura nos sale más barata que las
exquisiteces de una marisquería, y que frecuentar uno u otro establecimiento está relacionado
con la capacidad económica, cada clase social tendrá las preferencias educativas acordes a
sus posibilidades. En este sentido, no deja ser una paradójica parodia que el
antiintelectualismo y antielitismo propios de un sistema educativo buenista y
ferozmente igualitarista como el nuestro, se resuelva como solución de
continuidad en un nuevo elitismo intelectualista minoritario y socioeconómicamente
excluyente. Y de eso es de lo que hablaremos en la próxima entrega.
No es nada personal. Solo negocios. Muy buen artículo, Xavier.
ResponEliminaAlgo sí, efectivamente. Y también habrá algo de capitalismo de amiguetes, como se dice ahora, que no es sino cuando ciertas "manos invisibles" se visibilizan.
ResponEliminaAhora ya conocemos los apellidos antes de que cuelguen el cartel. Lo que tiene la modernidad.
ResponEliminaY la desvergüenza, doña Carmina, y la desvergüenza.
ResponEliminaEl principal problema de la enseñanza en España son los padres y los profesores. Ninguno de los dos está preparado para ejercer el rol que se les supone. Los padres de España son en general maleducados e ignorantes. Los profesores son , en general, unos individuos que no han pasado ninguna prueba que les acredite que van a ser capaces de trasmitir el saber. Sí, han realizado unas oposiciones memoristicas, ¿pero eso que demuestra? Y ya no digamos los interinos que el sólo hecho de estar apuntados a una lista ya los valida para ejercer.
ResponEliminaHay también un tercer problema, camarada Molotov, pienso yo que el más grave: el de tanta gente que habla de lo que desconoce despachando el tema mediante la descalificación ex cátedra. ¿Oposiciones memorísticas dice usted? Pero hombre, Molotov ¡qué cosas dice! ¿Es memorístico saber resolver una integral o exponer el problema de la filosofía cartesiana? Si me cuenta usted en dos minutos la trama del despertar de la fuerza ¿Es eso memoria o haber entendido algo? Me decepciona usted, camarada Molotov, le creía más serio...
EliminaDiga que sí, Molotov, diga que sí. Lo que hacen falta son lúcidos diagnósticos como el suyo. Otro gallo nos cantaría.
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