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08.261' N
01º
20.336' E
Alguien
podría pensar que se trata de un recinto construido para la celebración de
ceremonias rituales alrededor en un menhir de diecisiete metros de altura. Se
equivocaría. Aun así, el error estaría a primera vista justificado. «El Mèdol»
es en realidad una antigua cantera romana, y el supuesto menhir, la aguja de
piedra que los romanos dejaron allí para que se supiera el nivel original del
suelo. El encanto evocador se evapora con la quimera del templo megalítico con
su menhir central, pero vuelve inmediatamente a poco que nos detengamos a
observarlo con detenimiento. Más técnicamente, es perfectamente reseguible el
método de extracción de los bloques de piedra mediante troncos de madera que,
al mojarse, se dilataban y la cuarteba cuarteaban.
Es una de mis ruinas romanas
favoritas. Y aunque cerca del punto de origen, apenas 2,5 kilómetros, con
frecuencia me desvío ligeramente de la ruta y me detengo unos instantes a
contemplarlo en mis salidas BeTeTeras. Forma parte del conjunto monumental de
Tarragona declarado por la UNESCO patrimonio de la humanidad.
Desde su interior, al cual
hoy en día no se puede acceder, en parte justificadamente dada la irreprimible
pulsión de tantos visitantes por dejar allí los continentes de los consumibles
que traen consigo, uno experimentaba la sensación de estar en un espacio cargado
de historia entre colosales muros de piedra, y también, sin duda alguna, de
sufrimiento. No eran precisamente obreros sindicados los que trabajaban allí. Hoy
se ha de contentar con observarlo. La prohibición de entrar en el recinto se
compensa con la modernidad de un circuito establecido alrededor del contorno
superior de todo el perímetro del recinto -de unos quinientos metros-, con las
debidas explicaciones en carteles y unas cuantas plataformas de observación.
Para una mejor visualización
desde estas nuevas atalayas, se optó por cortar la mayor parte de la densa
vegetación que constituía en sí misma un pequeño microclima típicamente
mediterráneo: los altísimos pinos y cipreses que, en busca de la luz, superaban
en altura a la aguja de piedra fueron arrancados -se dejaron algunos como
muestra- y la mayor parte de arbustos y vegetación de sotobosque fue también
eliminada. Paisajísticamente no ha quedado tan mal, hay que reconocerlo, y no
se tocó una piedra.
Pero ha perdido una buena
parte del sobrecogimiento que infundía antes. Ahora es más aséptico. Y uno,
algo reacio a ciertas adecuaciones y reconstrucciones de vestigios antiguos
para solaz de turistas ociosos, y que piensa que las ruinas son las ruinas así
como los parques temáticos son los parques temáticos, tratándose en ambos casos
de cosas de naturaleza muy distinta, alberga sus dudas sobre la idoneidad de la
reciente reforma. A lo mejor es que, en el fondo, como el Hiperión de
Hölderlin, cuya imagen de Grecia era la de las ruinas de Grecia, y ni se le
hubiera pasado por la cabeza su reconstrucción porque eran precisamente su
vestigio y su legado, no veo nada claras ciertas adaptaciones y concesiones a
la modernidad. Pero mejor no seguir por ahí porque se me va la mano; se me va
la mano pensando en reconstrucciones de monumentos antiguos que parecen haber
sido llevadas a cabo por auténticos desalmados, y no es este el caso del Mèdol. Vaya, que sigue valiendo la pena
acercarse por ahí, aunque gracias a los guarros de siempre ahora no se pueda
entrar en el recinto interior.
Tampoco está de más recordar
que la exuberante vegetación que hasta hace poco había allí, no se ve en las
fotos de los años treinta del siglo XX, cuando, debido a la buena sonoridad de
las paredes de piedra que circundan el recinto, se habían celebrado conciertos
en su interior.
El Mèdol fue la principal cantera que abasteció de material de
construcción a la ciudad durante los seis siglos presencia de romana. Su
abandono, como no podía ser de otra manera, coincide con el inicio de la
decadencia. Fundada por los Escipiones a finales del siglo III a.C., sobre lo
que había sido la ciudad ibérica de Kosse, Tarraco fue capital de la Hispania Citerior, primero, y de la
Tarraconense después, durante la época imperial. Históricamente es también la
sede episcopal primada de las Españas y, en palabras de Araguren, la única
ciudad española visitada con certeza por San Pablo. Algo, por cierto, nada
inverosímil si atendemos al contexto de la época.
El Mèdol vivió en activo lo que duró el esplendor romano. Se abandonó
cuando ya no se construía -la burbuja del tocho parece ser endémica- porque no
había nada que construir, hacia finales del siglo III, principios del IV. Luego
vino la decadencia, y con ella las invasiones, las epidemias, las hambrunas y
los saqueos -el primero fue hacia el 250-. La población de Tarraco disminuyó
hasta quedarse en cuadro, los supervivientes se amontonaron en torno a lo que
había sido la parte monumental y la ciudad nunca volvió a ser lo que había
sido. No precisaba ya de canteras, calzadas ni acueductos; bastaba con sobrevivir.
Tarraco mantuvo una cierta
importancia durante la época visigoda, hasta quedar prácticamente despoblada
tras el saqueo árabe, que tuvo lugar entre el 713 y el 714. No parece que los
árabes llegaran a instalarse nunca -se habla de Tarrquna muy inciertamente-,
pero se llevaron un buen botín en forma de columnas de los templos romanos que,
a día de hoy, siguen plenamente funcionales en la mezquita de Córdoba. No sé
cómo lo verán ustedes, pero a mí me da que el Mèdol, con sus silencios, sabe mucho de todo esto. A lo mejor,
después de todo, sí tiene algo de recinto mágico.
Y para acabar, una posible fantasía verosímil. Verán. La ruta por tierra de las piedras hasta Tarraco era a
través de la Vía Augusta, a más o menos 12 kilómetros. Pero parece ser que la mayoría del material se transportaba por mar; hasta donde me consta, se ingora dónde se embarcaba con rumbo al puerto de Tarraco. Pues bien, en el
extremo oriental de la playa larga, cuando empiezan las rocas y uno se adentra
en el bosque costero, afortunadamente intocado hasta ahora, y del que ya les hablaré en otra ocasión, aparecen unas
formaciones rocosas tocando al mar que más bien parecen cinceladas por el hombre;
ángulos demasiado precisos, superficies demasiado planas, sugerencias de
entradas... ¿Sería aquello el pequeño puerto para llevar la piedra del Mèdol por mar a la ciudad? Bueno, pues dejémoslo así. Yo me lo
creeré. Y próximamente les mostraré las imágenes. Ustedes, si lo ven alguna vez, júzguenlo.
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