Vender los fracasos como
éxitos, las derrotas como victorias, puede acabar resultándole muy caro al
vendedor. Porque luego, al respetable, le viene de repente la sorpresa. Y se la
toma a mal.
Estos días se ha estado
celebrando en Bélgica el segundo centenario de la batalla de Waterloo. Las
primeras escaramuzas se produjeron el 15 de junio; la batalla se resolvió el 18
con la completa derrota del ejército francés. Precisamente debido a tal
efeméride, se ha estado hablando de dicha batalla estos últimos días en los
medios. Y la verdad, sorprende que se plantee como una batalla a cara o cruz de
cuyo resultado iba a depender el destino de Europa. No, el destino de Europa ya
estaba sellado desde la derrota francesa en Rusia y la batalla de Leipzig
(octubre 1813), que forzaron la abdicación de Napoleón y su primer exilio en la
isla de Elba. Luego, su fuga y el imperio de los cien días, no fue más que un
espejismo que ejerció de epílogo. Waterloo fue un epílogo.
En sus “Momentos Estelares de
la Humanidad”, Stephen Zweig sentó escuela con su relato de los titubeos de un
mediocre general, el mariscal Grouchy, cuya falta de capacidad de decisión por mor
de su pusilánime personalidad, habría decidido la derrota de Napoleón en
Waterloo. De haber escuchado a sus oficiales, nos dice Zweig, y de haber
comprendido que la caballería prusiana le había rebasado y se dirigía hacia el
campo de batalla, mientras él se esforzaba en cumplir a rajatabla los órdenes
del emperador, y tratar de interceptarla para que no llegara a él, se hubiera
dirigido con su ejército hacia Waterloo y el destino de la batalla,
con toda probabilidad, hubiese sido otro. Pero entonces hubiera desobedecido
las órdenes de Napoleón; y no estaba preparado para esto. No era,
evidentemente, ni un Junot, ni un Murat, ni un Ney, sino un hombre que sólo
sabía obedecer por su incapacidad para la improvisación. Cosa mala en tan
truculento menester como la guerra.
Es posible, no tengo por qué
dudarlo, que de haber actuado Grouchy como la situación aconsejaba, Napoleón
hubiera vencido en Waterloo. Pero esto no hubiera cambiado el signo de los
tiempos. Napoleón estaba derrotado desde mucho antes: ya no tenía capacidad para
soportar una nueva derrota, sus enemigos sí, y esta hubiera llegado antes o
después. Puede que el mariscal Grouchy fuera el responsable de la derrota
francesa en Waterloo, pero no lo es del resultado final de las guerras
napoleónicas; en todo caso, sólo lo aceleró.
Algo parecido ha ocurrido con
ciertos enfoques sobre la II Guerra Mundial. Alemania sabía, los generales lo
sabían, que la guerra estaba perdida desde Stalingrado, el Alamein y Kursk. Como
se sabía que la ofensiva de las Ardenas en el invierno 1944/45 estaba condenada
al fracaso, por más que hubiera conseguido sus limitados objetivos.
O también el caso de Aníbal en
Zama (202 a.C.). Cartago había perdido la guerra mucho antes, cuando tras su
mayor éxito –Cannas (214 a.C.) y la toma de Capua poco después-, no consiguió
desarticular el sistema de alianzas de la liga latina, del que provenía la
fuerza de Roma, mientras los romanos tomaban Siracusa (212 a.C.) –en cuyo
saqueo murió Arquímedes pese a las órdenes de Marcelo de capturarlo vivo para
ponerlo al servicio de Roma- y les arrebataban a los cartagineses sus bases de
Hispania. La desesperada huida hacia adelante de Asdrúbal Barca, desde Hispania
hasta Italia, acudiendo en socorro de su hermano, y su derrota y muerte en el
Metauro (207 a.C.), no fue más que el prólogo de la inexorable derrota
cartaginesa en la II Guerra Púnica.
Porque una cosa es que uno
esté en condiciones de dar guerra, y otra muy distinta es que tenga la menor
posibilidad. Esto no es determinismo. Acaso Cartago pudo haber vencido a Roma
en algún momento; o Napoleón consolidar su domino sobre Europa de forma
permanente; o Hitler haber vencido en la II Guerra Mundial. Las cosas,
ciertamente, no están decididas de antemano, pero a partir de un determinado
momento, y de acuerdo con el curso que tomen los acontecimientos, también como
consecuencia de determinadas decisiones y de sus resultados, sí; la
inexorabilidad de la derrota es insoslayable. Y si cuando uno lo sabe, y el
otro también, aun así no se llega a un acuerdo en función de esta
inexorabilidad, es porque, como en los tres casos que hemos citado, estamos
ante algún modo de guerra total que sólo puede concluir con la aniquilación de
uno de los bandos. Y que sólo tiene como resultado la prolongación de la
agonía.
La propaganda, toda
propaganda, es en este sentido nefasta, como mínimo a partir del momento
crítico en que ya has descubierto que no puedes vencer y estás condenado a la
derrota. Puede servir para mantener la moral, de la tropa o de la población,
sí, pero a partir de un determinado momento sólo es una forma de prolongar la agonía
en aras a la conservación del poder, por parte de quienes lo detentan, hasta la derrota final. Son en este sentido
especialmente patéticas y siniestras, al igual que premonitorias, las
proclamas de Goebbels en su discurso al pueblo alemán, tras la decisiva
derrota de Stalingrado (1942/43), replicándoles retóricamente indignado a los soviéticos “¿Queréis
guerra total? pues tendréis guerra total”, como si no hubieran aplicado los
nazis la guerra total contra los soviéticos desde un primer momento y fueran los rusos los que hubieran roto las reglas del juego.
Clausewitz decía que la guerra
es la continuación de la política por otros medios. Algunos políticos parecen
haberlo olvidado. O nunca lo aprendieron, porque no leyeron a Clausewitz ni a
tantos otros. Es lo que pasa cuando uno sólo mira a su propio ombligo. Las
semejanzas con la situación actual son tan evidentes que huelga citarlas. Mao
Zedong dijo aquello de “luchar, perder;
luchar, perder… y así hasta la victoria final”. Ahora más bien parece que
la tendencia sea “de victoria en victoria, hasta la derrota final”. Luego algunos
se preguntarán por qué. Y buscarán a su Grouchy particular para cargarle las
culpas.
No es determinismo, es
inexorabilidad.
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