Sin duda, como dijo Proust,
hay convicciones que crean evidencias. Evidencias para uno mismo, y para todos
los que compartan la convicción de que se nutren. Y las evidencias, como es
sabido ni se discuten ni se someten a crítica; se las asume como apodícticas y
a la vez como axiomas, fundamentando el discurso que se despliega a partir de
ellas. Se las considera acríticamente como tan evidentes en sí mismas que
funcionan como principio de toda demostración, a la vez que se omite
subrepticiamente la convicción que las sostiene.
Porque en realidad, su
categorización como evidentes no proviene de lo innecesario de acometer su demostración
o de someterlas a crítica dada su supuesta condición de incondicionalmente evidentes,
sino porque que tal condición de «evidentes» cuelga de la convicción que las
sustenta. Unas evidencias dejan de serlo a poco que se abjure de la
convicción que las sostiene, o cuando chocan con una realidad de la cual están
tan alejadas que no admiten ni el más parcial de los contrastes y sólo pueden alimentarse desde la convicción. Es el caso del
discurso nacionalista, y muy particularmente, dadas las circunstancias que
concurren en él, el del discurso independentista que se ha adueñado del
nacionalismo catalán.
Es cierto que todo discurso
político está afectado en mayor o menor medida por su dependencia de unas
determinadas convicciones que determinan sus «evidencias», pero también lo es que,
según la propia articulación que el despliegue de dicho discurso adopte, el
alejamiento de la realidad, o dicho en términos aristotélicos, su inadecuación
a ella, dependerá no tanto de la firmeza en dichas convicciones como del rigor
con que críticamente abordemos los enunciados que de sus «evidencias» se
desprendan. La realidad es tozuda y se resiste a dejarse moldear por nuestras
convicciones. Si nos olvidamos de ello, entonces incurrimos en la construcción
de ficciones que, como sabemos, pueden hacerse verdaderas (pero sólo) en sus
consecuencias.
La perfecta adecuación de un discurso a la realidad es probablemente imposible, pero las evidencias derivadas de la convicciones han de ser verosímiles; han de adecuarse, más o menos, a la realidad que pretenden interpretar. Por su parte, el recorrido de un determinado discurso puede mantenerse dentro de los umbrales de la verosimilitud o, por el contrario, en la medida que sus constructos sean cada vez más ficticios, alejarse de ella hasta el delirio. Viene esto a cuento de la reciente concurrencia de un hecho anecdótico, de un artículo y de una efeméride. Tres hechos que, puestos en común, dan que pensar.
La anécdota es la
reciente conversación mantenida con un independentista en el marco de un
encuentro entre amigos. Aunque no sea precisamente la primera vez que ocurre, no
por ello deja de sumirle a uno en la perplejidad que alguien preparado y culto,
que razona argumentativamente y con rigor en otros campos discursivos, que analiza y sospesa críticamente sus aserciones, cambie
radicalmente de registro tan pronto como sale a colación el tema del
independentismo, y asuma acríticamente y sin más una serie de «evidencias» nada apodícticas, sino simples aserciones
que, como tales, deberían ser sometidas al análisis crítico, o a la prueba de
la verdad, por decirlo así, en cuanto a su adecuación a los hechos que pretende
remitirse. Algo que no deja espacio alguno para el debate, ya que si éste
apunta hacia someter a crítica y sin prejuicios tales
aserciones, se produce automáticamente el blindaje de éstas en «evidencias».
Verbigracia: Cataluña es una colonia española, y quien lo cuestione, cae
inmediatamente y sin matices en bando del más furibundo españolismo.
Por su parte, Antoni Puigverd comparaba el pasado miércoles, en un excelente artículo, la situación de Mas con
la de Ulises navegando entre Escila y Caribdis, y atado al palo de mesana desde el
cual ya no puede ni escuchar lo que le dicen las sirenas en sus cantos, porque si
lo hiciera y fuese consecuente, tendría que abandonar la nave. Una situación a
la que se habría llegado desde la propensión a primar lo virtual sobre lo real.
Algo así como la «desconexión» catalana, en que una parte de la ciudadanía
empezó a sentir como si ya no estuviera en España, un interruptor virtual a la espera desesperada del
que convierta las ficciones en realidades. Mas ya
sólo puede esperar, viene a decirnos Puigverd, un milagro. Las ficciones acaban por
chocar con la realidad y ahora se encuentra desarbolado y sin rumbo. Toda ficción acaba chocando con la realidad precisamente cuando pretende realizarse.
Y finalmente, la efeméride de la carta que hace ahora
34 años, Tarradellas escribió denunciando la deriva hacia el victimismo, el agravio
y el enfrentamiento que, por entonces, estaba emprendiendo un Jordi Pujol que
no llevaba todavía un año como presidente de la Generalitat de Cataluña. Un escrito que, si tenemos en cuenta que
los actuales lodos eran por entonces apenas unas insignificantes motas de
polvo, no podemos sino considerar de una lucidez y una clarividencia más que sorprendentes.
Unos años después, afirmó que Pujol tenía que dimitir por el caso de Banca Catalana y lo calificó de dictador, anunciando el erial que nos iba a dejar como legado.
Sí, es verdad que una
buena parte de la sociedad catalana «desconectó». Pero dicha desconexión se llevó
a cabo primando lo virtual sobre lo real, la ficción sobre la realidad, desde
una convicción que se dotó de evidencias que funcionaron como categorías
fundantes, pero cuyo único contacto con la realidad era la convicción que las
presentaba como tales, no su adecuación a la realidad que pretendían fundar. Y ahora
chocan con la realidad. Mientras la ficción aplazaba su conversión en real, la cosa todavía podía funcionar en su virtualidad, pero ahora, cuando al final de su recorrido exige realizarse, es cuando precisamente más patente se hace su carácter de ficción. Un recorrido que se inició hace 34 y sobre el que ya Tarradellas nos advirtió en términos francamente premonitorios.
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