Me gusta tanto Alemania que,
como aquel ministro polaco, preferiría que hubiese dos… o tres. Hubo en un
tiempo más de una docena, y produjeron lo suyo, aportando un extraordinario
impulso al acervo cultural occidental y universal. Y lo siguen haciendo, qué
duda cabe. Son los Leibniz, Kant, Marx, Goethe, Schopenhauer, Novalis,
Schiller, Hölderlin, Nietzsche, Kepler, Gauss, Cantor, Hilbert, Planck,
Einstein… Una nómina difícilmente superable. Pero Alemania tiene también su
lado oscuro, que se ha manifestado muy especialmente casi tantas veces como ha
sido una unidad política. A lo mejor es que carece de las dosis de finezza que se requieren inevitablemente
para poder, y sobre todo saber, ejercer de potencia hegemónica.
El más fuerte nunca lo es lo
suficiente para consolidar su liderazgo frente al resto si no sabe convertir su
fuerza en derecho y la obediencia a sus designios en deber. Pero no basta con
eso, porque la propia afirmación anterior incluye la intrínseca necesidad de un
cierto savoir faire, de una cierta
cintura, vamos, con sus inevitables transacciones e interacciones contextuales,
del que siempre han andado más bien escasos. Les pasó con el II Reich y no
digamos con el tercero; les está empezando a pasar con el cuarto.
La verdad es que
Alemania se ha estado dedicando desde 1989 a comprar todo lo que había
intentado infructuosamente conquistar militarmente durante, como mínimo, los
últimos 150 años (...)
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