El núcleo del problema entre Occidente
y el islam es la negación occidental de este problema, que se da de una doble
dirección y de la siguiente manera: La primera negación es que Occidente no se
reconoce como tal y entiende en términos de ruptura su ser actual con respecto
a su propia tradición. La segunda es la negación del islam como entidad en el
sentido de explícito antagonista o enemigo de un tipo de sociedad que occidente
niega ser, y a partir de ahí, de cualquier conflicto inherente que apunte a un
islam incompatible con el modelo de sociedad abierta global donde todo debería
caber. Ello desde una teórica posición occidental, de acuerdo con la cual el
islam forma, o puede formar parte, del crisol a lo melting pot en que se pretender establecer el ser de las sociedades
occidentales desde el relativismo cultural o el multiculturalismo. Y desde la
idea occidental de confesión religiosa como credo remitido al ámbito de lo
privado, algo que es completamente ajeno al islam. Y del cristianismo teórico
también, dicho sea de paso.
Es esta una posición cuya
perspectiva vicia de entrada cualquier comprensión del fenómeno y tiene como
consecuencia el obstinado rechazo al reconocimiento de lo que es. Así,
fenómenos como los actos terroristas realizados en nombre de la Yihad en la
propia Europa, el creciente fanatismo fundamentado en el odio que se está
generalizando entre los musulmanes europeos de segunda o tercera generación
hacia la sociedad en que han nacido y crecido, las salvajadas de Boko Haram,
del Estado Islámico, de Al-quaeda, o cualesquiera otros, se descontextualizan y
se pretende entenderlos como manifestaciones de problemas locales, en cuyo
ámbito regional se agotaría su posibilidad de comprensión. Así es como se ha
abordado el problema. Y por ello sigue siendo un problema que no consigue
superar ni su fase teórica.
Lo máximo que se llega a
reconocer es que el integrismo islámico es un problema, pero no el islam como
tal, respecto al cual se pretende ver como algo desgajado, escindido, cuando en
realidad, eso que se llama integrismo es inherente a la naturaleza de la
religión islámica, a poco que le toque convivir con cualquier otro tipo de
modelo social o religión en un mismo entorno geográfico y social. Porque el
islam está pensado para ser la (única) ley de la sociedad en base a la cual se
han de comportar todos los individuos que la componen, no sólo los que profesen
tal credo. Y esta es la auténtica raíz del problema. El integrismo islámico
aparece allí donde hay convivencia con la otredad; donde no la hay, al
integrismo se le llama simplemente islam.
Y esto anterior reza también
para los países oficialmente islámicos donde, por las razones que fueren, hay sectores
de población refractarios, en mayor o menor medida, a la islamización absoluta
que le es inherente, como puedan ser Egipto, Turquía, Argelia... No se dice,
por ejemplo, que Arabia Saudita o los emiratos árabes sean integristas
islámicos, porque, sencillamente, lo único que hay allí es el islam. En cambio,
sí se considera integrista islámico al régimen iraní de los ayatolás, a los
talibanes afganos, a Hezbolá en el Líbano o a la mayoría de facciones y
partidos islamistas del Mogreb. Porque en todos estos casos hay algo que
erradicar: lo no islámico. De Irán, por ejemplo, se dice que el régimen
teocrático se está moderando. ¿Por qué? Porque no queda ya casi nada que
erradicar de los antiguos sectores más o menos occidentalizados anteriores a la
revolución de Jomeini. Ello no obstante, su praxis y el modelo teórico que la
inspira, se mantienen incólumes.
Consecuentemente con esto, las
manifestaciones más violentas del islamismo se producen allí donde hay
conflicto, siempre como consecuencia de esta imposibilidad para la convivencia pacífica
con otros modelos, pero eso es sólo porque donde no hay conflicto, o sólo hay
musulmanes o, simplemente, no los hay; como mínimo, en proporciones
significativas con suficiente masa crítica.
La consecuencia de esta incomprensión occidental es su
incapacidad para entender un conjunto de elementos como el todo que configuran
y les da entidad, porque este todo es precisamente lo que se niega a priori. Una incapacidad que en
ocasiones se antoja contumacia. ¿Por qué esa negación?
Parece evidente que, en
cualquier caso, desde occidente, y muy especialmente desde Europa, no se ha
sabido en modo alguno valorar fenómenos como el auge del integrismo islámico en
el mundo, ni la persistencia en la islamización de ciudadanos europeos
descendientes en segunda o tercera generación de emigrantes musulmanes. Y esta
incapacidad obedece también a la pacatería con que se ha abordado y a la
adopción de teorías eufemísticas que disiparan cualquier posibilidad de topar
con el problema como tal. Desde el efecto tercera generación hasta el melting
pot intercultural e interétnico. Pero en realidad, el problema de fondo no está
en esta incapacidad para reconocer el problema en su verdadera naturaleza -la
imposibilidad del islam, en el sentido puro del término, para convivir
pacíficamente con otros modelos-. Por eso, en el caso de la inmigración
musulmana en sociedades occidentales, no es posible la asimilación o crisol
multicultural a lo melting pot donde
distintas etnias, religiones y culturas conviven pacífica y ordenadamente bajo
el paraguas común de la sociedad abierta. Este modelo puede funcionar sin duda bajo
ciertos supuestos, pero es totalmente incompatible con un modelo teocrático
cuyo máximo imperativo es el establecimiento de una única ley universal.
Para explicar las
manifestaciones externas del problema, se recurre a todo menos a aquello que
podría explicarlo, evitando cuidadosamente incurrir en ello. Por ejemplo, el
fracaso estrepitoso del «efecto tercera generación» postulado por sociólogos y
antropólogos, no evita que se siga defendiendo como modelo aun al precio de que
haya más excepciones que refuten la teoría que casos en que se cumpla,
atribuyendo dichas excepciones –que más bien serían manifiestas anomalías en
términos kuhnianos- aduciendo a la distorsión que introducen elementos
extrínsecos al proceso. Es decir, si
hubiera habido crisis económica, entonces el efecto tercera generación
hubiera funcionado; si no se hubiera
creado el Estado de Israel… De modo que, muy en la línea de ciertos
discursos contemporizadores y acomodaticios, el problema no es si el
relativismo cultural fracasa porque uno de los componentes no puede encajar en
él por su propia naturaleza, sino los factores extrínsecos que han interferido
en el proceso. De ello se infiere que lo que hay que combatir son estos
elementos distorsionadores, como una sociedad injusta que produce racismo y
exclusión.
En realidad, dicha
teoría del efecto tercera generación, cuyo postulado fundamental es que las
diferencias culturales de un colectivo inmigrante se disuelven a la tercera
generación ya nacida en el lugar de adopción, se formuló sobre la migración
japonesa a los EEUU de principios del siglo XIX. Pero lo más curioso es cómo lo
que precisamente se obvió al elaborarla y formularla universalmente, fue
precisamente uno de los factores extrínsecos que más capaces son de
distorsionar un proceso de este tipo, en este caso, paradójicamente favorecedor:
el estallido de la guerra entre los EEUU y Japón en la II guerra Mundial, y el
internamiento en campos de concentración, mientras duró el conflicto, de la
comunidad japonesa, ya por entonces en fase de segunda generación. Pero
volvamos a los factores extrínsecos en el caso de la tercera generación islámica
en Europa
Copio lo que acabo de poner en El café de Ocata:
ResponEliminaLas cuatro partes que Xavier ha escrito en su blog Vora la Platja (http://xavier-masso.blogspot.com.es) me parecen de lo más inteligente que he leído sobre el tema.
Mañana saco el quinto y final. Muchas gracias, Bacon.
ResponEliminaAbsolutamente de acuerdo con Bacon. Una serie magnífica. Enhorabuena.
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