Es posible que la supeditación
religiosa sirviera inicialmente para vincular unos territorios tan extensos y
heterogéneos como los que llegó a controlar el Califato de Damasco. Y esto será
precisamente lo que se mantendrá todavía mil quinientos años después. Como
estructura política, en cambio, tendrá una vida más bien efímera. Los Omeyas
cederán el paso a los Abásidas, y el Califato de Damasco al de Bagdad. Y muy
pronto empezará la fragmentación del inmenso imperio en cien pedazos. No serán
tampoco nada ajenas a ello las
invasiones mongolas, pero eso es otra historia. Lo cierto es que como
estructura política unitaria, el imperio islámico no cuajará –los reinos de
taifas hispánicos son sólo una muestra en maqueta de ello-, pero sí que se
mantendrá el vínculo religioso como estructurador y ordenador de la vida
social. Y todos y cada uno de los distintos profetas o líderes
político-religiosos que irán surgiendo, desde Saladino hasta el Mahdi del
Sudán, reivindicarán la condición de príncipe de los creyentes y su
descendencia directa del Profeta como fuente de legitimidad, aun desde los
ámbitos geográficos más periféricos o regionales, pero con la aspiración, como
imperativo hipotético, a implantar un orden islámico universal que, en su
primera fase, debería alcanzar a todos los territorios musulmanes que
estuvieron en su momento bajo el Califato de Damasco. ¿Le suena alguien esto en
relación a hoy en día?
La fragmentación política,
como no podía ser de otra manera en el contexto que estamos describiendo, irá también
de la mano de las herejías que el iluminado de turno reivindicará como el
auténtico mensaje del Profeta. Y es verdad también que la diáspora herética se
inicia en el Islam muy pronto, con la generación siguiente a la de Mahoma. Pero
siempre se dará la pretensión de globalidad como referente. También en los
sucesores políticos de los árabes a la cabeza del mahometanismo: los turcos
otomanos.
A algunos les parecerá
tal vez que todo esto son sólo evocaciones históricas sin conexión con la
realidad actual, a la cual nos ceñiremos en su momento. Y que la situación
actual viene causada por razones y factores mucho más próximos e inmediatos,
como los que acostumbran a esgrimirse desde el multiculturalismo y la
autoculpabilización europea hoy tan en boga. No se podrá convencer ciertamente
a quien no esté dispuesto a convencerse, ni se pretende. Pero hay constantes en
la historia que deberían darnos algo que pensar y que nos pueden ayudar a
entender el presente.
No deberíamos olvidar, por ejemplo, que la presión
musulmana sobre Europa fue por ambos lados. Siete siglos después de Poitiers, los
turcos liquidaban lo que quedaba del Imperio Bizantino y acabaron ocupando todo
el cuadrante sudeste europeo. Y sólo trescientos años después, hace apenas dos
siglos y medio, Viena, situada en el corazón del continente, todavía estaba
asediada por los turcos. Podríamos tomar el atajo, plantarnos directamente en
nuestro tiempo, y empezar con el estado islámico de Bosnia-Herzegovina, por
ejemplo, o con Al-quaeda o el EI y los atentados recientes bajo la bendición de
la Yihad… pero cada cosa a su tiempo. Antes todavía nos queda un cierto camino
por recorrer.
(Continuará)
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