Ahora que ya conocemos la
victoria del “NO” en el referéndum escocés, por 11 puntos de diferencia, lo más
probable es que asistamos a una revisión de tanta afinidad como desde ciertas
posiciones se proclamaba entre los casos escocés y catalán, que muchos más bien
han querido ver como quisieran que fuera, pero no como es.
Soy de la opinión que un
referéndum en Cataluña obtendría unos resultados parecidos al escocés, o acaso
hasta algo más amplios a favor del “NO”. Por supuesto que estoy pensando en un
referéndum como debe ser, y no en la mojiganga del Sr. Mas. O sea, organizado por el estado o conjuntamente con el gobierno catalán, y sin preguntas trampa. Que el estado se cierre en banda es algo que, en todo caso, a quien embrutece es al propio estado, pero en modo alguno, como se tiende a presentar, nada que dignifique al Sr. Mas victimizándolo, sino que más bien es un exponente de su torpeza política en la planificación del proceso. Porque no es la única diferencia que el gobierno británico haya admitido el referéndum y el español no lo admita, sino que en sus respectivos recorridos, hay diferencias substanciales de entrada.
La verdad es que las semejanzas entre Cataluña y Escocia se acaban tan pronto como
empiezan. En ambos casos, como lo serían también Euskadi o Baviera, se trata de
pueblos o naciones cuya articulación política se ha dado históricamente desde
su inclusión en entidades de mayor dimensión. Pues bien, en esto sí coinciden
Escocia y Cataluña, pero en nada más.
Escocia, con la salvedad del
petróleo del Mar del Norte, al que le quedan 15 años como mucho, y aunque
represente cerca de un tercio de su territorio, es económica y demográficamente
insignificante en comparación al resto del Reino Unido. Cataluña, por su parte,
si bien de superficie mucho más pequeña en relación a España, es la segunda
potencia demográfica y la primera económica. Ello marca ya una diferencia cualitativa,
pero no porque la eventual independencia de Cataluña fuera a crearle a España
problemas mucho mayores que al Reino Unido la de Escocia, sino
también con respecto a Cataluña, cuyas exportaciones al resto de España constituyen
más del 40% del total. Dejando los temas de la UE y el euro al margen, el
impacto económico de la independencia de Cataluña sería, tanto para ella como
para España, mucho mayor que para el Reino Unido la salida de Escocia.
Tampoco en la forma de
entender y vivir la propia identidad colectiva parece que haya demasiadas
similitudes entre Escocia y Cataluña. Y ello no sólo porque las gaitas, el
whisky de malta o las faldas masculinas, gocen de mayor prédica internacional
que la sardana, la calçotada o los castillos humanos, sino por la forma
de vivir y de entender la propia identidad cultural y, de ahí, su hecho diferencial.
Como ya decía Jordi en sublog, los escoceses tuvieron a David Hume.
Nosotros, en cambio, lo más parecido que podríamos encontrar se remontaría a la
Edad media: Ramon Llull o Bernat Metge, por ejemplo. Con un matiz que, más allá
de la distancia en el tiempo, nos revela algo mucho más significativo que una
simple anécdota o ejemplo, constituyéndose como una categoría fundante de la
identidad catalana desde la perspectiva nacionalista.
La importancia de Llull para
el menestralismo cultural nacionalista consiste en que escribiera en catalán.
Sin que pretendamos convertir esta entrega en una reivindicación universalista
de Llull, sí he de decir que, dejando de lado que también escribió en latín, se
trata de alguien elogiosa y reverentemente citado por personajes como
Descartes, Leibniz, Schopenhauer o Wittgenstein. Pero claro, no es esta parte
de la obra de Llull la que por aquí ha interesado…
A diferencia de los
escoceses, la construcción de la identidad catalana ha
partido de un sesgo que no deja de ser una traición a su propia historia: sólo se
entiende por cultura catalana la que se haga en catalán y resulte útil al proyecto
de construcción nacional identitario. Se requieren ambas cosas; si no, pensemos, en el
caso Pla. Cierto que en Cataluña no tuvimos a un David Hume en el siglo XVIII, pero es
que de haberlo tenido, lo más probable es que hubiera escrito en castellano…como
lo hizo Balmes en el XIX, o lo siguen haciendo Marsé o Mendoza. En Escocia
serían escoceses, aquí…
No, ciertamente, la
identidad cultural escocesa se ha vivido de otra forma, acaso mucho más
desacomplejada o, en todo caso, sin necesidad de restringir los criterios de
adscripción. Y tampoco es un arma arrojadiza política. Es tan escocés David
Hume como William Wallace. En Cataluña, en cambio, no es así, porque la
categoría fundante de la identidad nacional catalana determina de entrada qué
ha de ser catalán y qué no; una autolimitación empobrecedora cuyas
consecuencias son evidentes para cualquiera que le eche siquiera un vistazo al
panorama cultural catalán de hoy en día, por no hablar del intelectual...
Aunque, evidentemene, haya
servido de refuerzo simbólico, el problema de los nacionalistas escoceses no
era estrictamente identitario en su propuesta de separación del Reino Unido,
sino más bien de modelo social y de estado. Y una vez más, las diferencias entre los
nacionalistas escoceses y los catalanes son abismales. Aquí, el identitarismo
como producto para consumo de masas, se sirve compulsivamente en sobredosis
masivas desde todos los medios de comunicación al servicio del poder. Pero
nadie habla del modelo social o político previsto para la futura Cataluña independiente.
Escocia no solamente ha sido
una zona pobre en relación a Inglaterra, sino también empobrecida por las
políticas económicas neoliberales y de desmantelamiento del estado del bienestar
llevadas a cabo por los gobiernos británicos desde Margaret Tatcher. La fuerza política de Salmond
residía en buena medida en la exigencia de gestionar los propios recursos –el petróleo-
con criterios, diríamos políticamente, mas socialdemócratas, frente al ultraliberalismo
económico de los torys londinenses. Es decir, Escocia quería más Estado, y si Londres
no estaba dispuesto a ello, se hacía el propio.
En Cataluña es precisamente
todo lo contrario. En el nacionalismo catalán, la idea de Estado –aunque fuera
el propio- y de Administración pública, produce sarpullidos sólo de citarse, y
su propensión a la privatización es verdaderamente irreprimible. Basta con ver
las políticas de desmantelamiento de lo público que el nacionalismo en el poder ha seguido en Cataluña a lo largo
de los últimos treinta años, en sanidad, en educación, en obra pública... A su lado, y de no estar limitados por el marco
legal, Reagan, Tatcher y hasta el mismísimo Ansar
nos parecerían estatalistas furibundos.
Y una última gran
diferencia, no con respecto a Escocia y Cataluña, sino a sus respectivos
procesos independentistas. En el caso escocés, les saliera como les saliera, salían
ganando. Si ganaba el “Sí”, conseguían su objetivo confeso, la independencia –luego
ya hubiéramos visto cómo les iba-; si ganaba el “No”, como ha sido, obtenían la
contrapartida de poder gestionar más recursos en favor de un mayor estado del
bienestar. Porque Escocia ganaba en ambos casos, mientras que Cataluña pierde en cualquiera de ellos. Es un problema de planteamiento.
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