El juego del «gallina» consiste
en que la victoria pasa necesariamente por el desistimiento del rival; de lo
contrario, nadie gana y todos pierden. Lo describe el canto XXIII de La Ilíada,
que nos narra la carrera de carros en honor de Patroclo, con Diomedes y Eumelo
como protagonistas. Más modernamente, el cine nos mostró a James Dean con el
coche a toda velocidad compitiendo para ver quién conseguía frenar deteniéndose
más cerca del abismo que hacía las veces de meta.
Una variante particular
la tendríamos en «Juegos de guerra», donde el ordenador que iba a iniciar la
guerra nuclear acaba deteniéndola in
extremis cuando le introducen en el programa el juego del tres en raya, y
«entiende» que nadie iba a vencer. En este caso nadie le llamó gallina porque
se trataba de un superordenador, pero en la versión humana, para que haya
vencedor se requiere de un gallina, de algún cobarde que se arrugue en el
último momento permitiendo la victoria del «héroe», del valiente. De lo
contrario, o todos los coches acaban despeñándose por el precipicio –con sus
ocupantes dentro-, o todos los carros chocan entre sí y se acaba la carrera, o,
en fin, la humanidad se autoaniquila en una guerra nuclear.
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