Poco después de los atentados
de Bruselas, la CNN difundió un vídeo de los hermanos que lo habían perpetrado.
Lo habían grabado unos amigos de los terroristas durante una noche de fiesta en una
discoteca, días antes del atentado suicida que se los llevó por delante
junto con sus víctimas. Se les ve
bailando, bebiendo y ligando, todo a la occidental manera. Es decir, transgrediendo
flagrantemente los preceptos de la religión por la cual mataron y se mataron.
Si queremos entender el fenómeno yihadista estrictamente desde la perspectiva
del fanatismo religioso, parece evidente que la cosa no cuadra. Y de ahí en
parte el desconcierto de la opinión pública occidental tras la difusión del
vídeo y sus fotos. Se trataba, como en tantos otros casos de atentados de este
tipo, de jóvenes nacidos o crecidos en Europa, y en este sentido, plenamente
occidentalizados. Unas actitudes que sorprenden porque no casan con la idea del
integrismo religioso que se nos transmite sobre los terroristas islámicos. ¿Una
doble vida? Ciertamente es una posibilidad, y los hechos posteriores parecen
corroborarla. Pero a la vez parece insuficiente como explicación.
Tradicionalmente, los
considerados como grupos terroristas clásicos –IRA, ETA, Baader-Meinhof,
Brigadas Rojas…- lo primero que planificaban antes de un atentado era la huida.
El terrorismo suicida islámico desconcertó rompiendo este esquema, y se
recurrió a su condición supuestamente religiosa para explicarlo. Como hay
terrorismo político, lo hay también religioso. Y dada la «espiritualidad» y el
carácter trascendente de la religiosidad, hiperreforzado por el fanatismo, el
nivel de compromiso alcanza hasta el punto de asumir la certeza de la propia
muerte, en lugar de la eventual o, incluso, más que probable. Es decir, el
riesgo es cero porque se conoce el desenlace. La explicación más fácil, sin
duda pero totalmente incorrecta a mi parecer. Al menos si recurrimos
exclusivamente a su explicación desde la práctica de una fe religiosa
fanatizada.
Porque una cosa es el
fanatismo religioso y otra el integrismo islámico terrorista. Lo primero
presupone la creencia estricta en los dogmas religiosos y su observancia; lo
segundo, en cambio, se corresponde con un sentido de pertenencia a un
determinado grupo o colectivo. No digo que no puedan coincidir, pero pienso más
bien que para aproximarnos al psiquismo interno del individuo que acciona la
bomba que lleva pegada al vientre, autoinmolándose para matar a cuantos estén a
su alrededor, el factor religioso es prescindible. Lo segundo,
en cambio, el sentido de adscripción y pertenencia a un determinado grupo, con
sus propias jerarquías y códigos, me parece determinante.
Para intentar aproximarnos a
este fenómeno, tal vez lo más adecuado sea tratar de encontrar analogías con
comportamientos humanos similares en otros contextos; comportamientos individuales,
psíquicamente hablando, pero gregarios y, por tanto, también culturales. Hay
ciertamente una diferencia cualitativa entre el terrorista que prepara su huida
como un aspecto más, y fundamental, en la planificación de un atentado, aun
asumiendo un alto riesgo de captura o muerte, y el que no se molesta en prepararla
porque asume su muerte como algo inherente a la propia ejecución del atentado.
Pero acaso no tanta como puede sugerir la errónea focalización en el elemento
religioso. A menos, claro, que asumamos que el terrorista suicida está
convencido de que su inmolación le abrirá las puertas del paraíso. Pero si esta
explicación no nos convence, entonces habrá que buscar otras explicaciones más
verosímiles que expliquen las causas últimas de tales conductas.
En realidad, y valoraciones
morales aparte, el psiquismo del terrorista suicida no es tan distinto que el
de los miembros del batallón de infantería en primera línea que recibe la orden
de cargar contra el nido de ametralladoras, y aun sabiendo que van a morir con
toda probabilidad, siguen avanzando. Sí, claro, en un caso se hablará de
patriotismo, heroicidad, sentido del deber, supeditación del individuo a lo
colectivo y, cómo no, de la coerción implícita que bajo el nombre de disciplina impone la obediencia; todo ello en una lógica de guerra. Pero es que así se
percibe también desde el bando contrario, más allá del hecho que la guerra sea
con cuartel o sin él, o de que no haya reconocimiento del enemigo por parte del
otro bando y el hecho de guerra en sí se denomine «terrorismo». Si prescindimos
de categorizaciones morales, por más repugnante que nos resulte, y a veces es
preciso hacerlo si queremos entender una determinada realidad, deberemos
reconocer que, en ambos casos, se trata de comportamientos individuales con
clara dependencia gregaria, arraigados en la psique humana en su más pleno
sentido. Sólo falta que haya quienes los instrumentalicen y los impongan
activándolos.
Nietzsche
apelaría probablemente a la estratificación sedimentada de valores a lo largo
de la historia, que seguirían rigiendo nuestro comportamiento. Y muy
probablemente tenga razón, toda vez que incluyamos entre ellos la coerción y su
aceptación o asunción plenamente interiorizada en el individuo. Se dice que si
el hijo cae en un pozo, la madre se tira al pozo; si quien cae al pozo es la
madre, el hijo avisa a los vecinos. Pues bien, y por más nauseabunda que nos
pueda parecer la analogía, el terrorista suicida no está, formalmente hablando,
tan lejos de la madre que sacrifica conscientemente la vida para (no) salvar la
de su hijo, aunque sus motivaciones sí sean completamente distintas. Decía
Nietzsche que en algún estrato dentro de una escala de valores «genealogizada»,
para un “yo” puede ser más importante algo ajeno a él, pero interiorizado como
propio, que la supervivencia del propio «yo».
Bien, pero volvamos a la
infantería que avanza hacia las ametralladoras enemigas; es un comportamiento
gregario, sí, pero al sentimiento de pertenencia colectiva o a la prioridad de
la causa sobre la propia vida, hay que añadirle también el elemento de
coerción, a su vez debidamente interiorizado. Aunque se pueda entender la
necesidad del sacrificio, nadie voluntariamente seguiría allí si pudiera
evitarlo. ¿También el terrorista suicida?
Y aquí entraría Hobbes.
Siempre, en toda coerción, por extrema que sea, hay algún tipo de transacción,
por más desequilibrada y descompensada que se nos antoje; desde
el condenado a muerte que sube por su propio pie al patíbulo, hasta el soldado
que carga sabiendo que va a morir, o el terrorista que se inmola de forma
«voluntaria», supuestamente en el nombre de Alá. El condenado a muerte sabe que
lo menos malo que le puede pasar es subir por su propio pie al patíbulo; el
soldado, a su vez, sabe que si retrocede huyendo, el oficial le descerrajará el
cargador del arma corta que lleva para este fin, y que su viuda e hijos se
quedarán sin pensión y estigmatizados socialmente. Así que puestos a decidir si
le ha de matar el enemigo o su propio oficial, parece menos complicado que lo
haga el enemigo. ¿Pero y el terrorista suicida? Pues desde la interiorización,
subjetivamente objetivada, de dicha lógica, prácticamente lo mismo.
En la película «El gran
dictador», de Charles Chaplin, hay una escena que ilustra a la perfección lo
que estoy intentando explicitar. Un grupo de conjurados –judíos a los que se ha
unido un oficial del ejército- decide que es necesario matar al dictador para
evitar males mayores. Todos saben que es una misión muy arriesgada, pero hay que
hacerlo y deben decidir quién la llevará a cabo. El oficial propone para
ello un antiguo ritual de los longobardos, que consiste en introducir una
moneda en el cazo de la comida. Aquél que encuentre la moneda en su plato, será
el elegido. El barbero que interpreta Chaplin se la encuentra y,
disimuladamente, introduce la moneda en el plato del comensal que está a su
derecha, que a su vez hace lo mismo, y así sucesivamente hasta que la moneda da
la vuelta entera a la mesa y recae nuevamente en el plato del infeliz barbero,
que esta vez ya no puede escabullirse y resulta elegido.
Detengámonos un momento
en la escena y su contexto, al margen de la genial clave de humor que la
preside. Todos están de acuerdo en que hay que matar al dictador, para el bien
suyo y de la humanidad; saben que han de hacerlo, que conlleva un alto riesgo y
asumen que la misión la tendrá que llevar a cabo necesariamente uno de ellos.
Pero ninguno de ellos desea ser el elegido. Sólo la aceptación de unas
determinadas reglas del juego permitirá que se decida quién es el sacrificado.
Es la típica y eterna contraposición entre lo individual y lo colectivo. Una
vez designado, el elegido no tiene otra opción que cumplir con el deber que se
le ha encomendado o convertirse en un renegado y un cobarde. Aquí el
procedimiento de designación es aleatorio; en la realidad suele ser más
arbitrario.
(To be continued)
Soberbia esta serie, Xavier. Espero impaciente el siguiente capítulo.
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