Las características de la
presente y recién inaugurada legislatura han reavivado las voces,
principalmente entre políticos y periodistas, pero también entre otros sectores,
que plantean la necesidad de un pacto de estado educativo que aporte
estabilidad. Esta misma mañana, sin ir más lejos, un político relevante
afirmaba que si un sistema educativo pudiera durar una generación, sin duda los
resultados mejorarían. Lo decía en respuesta a la entrevistadora que se quejaba
de que, en treinta años, llevemos siete leyes educativas. Pues bien, discrepo
tanto de lo primero como de lo segundo.
De lo primero porque a menos
que supongamos que una duración de treinta años –una generación- garantiza per se las bondades de una ley educativa, no hay ninguna otra «razón» que avale tal supuesto. Y a los hechos
me remito: llevamos casi una generación con la alargada sombra de la LOGSE y
seguimos sin cuestionarnos, en lo fundamental, sus axiomas educativos, que son
los que han llevado al actual estado de deterioro del sistema, y sin que lo que
se proponga dejen de ser meros remedos.
Y de lo segundo porque tampoco
es verdad que, al menos desde una perspectiva de cambio educativo, nos hayamos
separado ni mucho menos del paradigma logsiano. Lo que ha habido son matizadas
correcciones, en unos casos llevadas a cabo para paliar algunos de los estragos
más evidentes que causaba, en otros abundando contumazmente en ellos y
consolidando el modelo. Un modelo que, en realidad, no ha sido cuestionado por
ninguna de dichas leyes más allá de lo meramente testimonial o declarativo. Porque,
a ver ¿cuáles son dichas siete leyes?
No pueden ser sino la LGE, la
LODE, la LOPEGCE, la LOGSE, la LOCE, la LOE y la LOMCE. En el bien entendido que
no contemplamos aquí las últimas derivaciones de la ley Moyano (1857), que
pervivió con más o menos variaciones hasta 1976, la primera ley es la LGE (1970),
derogada por la LOGSE (1990). La segunda y la cuarta, LODE (1985) y LOPEGCE (1995), son, respectivamente,
una precuela y una secuela de la LOGSE, con el objetivo de propiciar un
escenario favorable a ésta que asegurara su implantación y consolidación en el
tejido social e institucional educativos. Nos quedan tres: LOCE, LOE y LOMCE.
La LOCE, aun sin ir más allá de unos cuantos retoques cosméticos a la LOGSE, muy
verbalizados pero poca cosa más –ni siquiera alteraba el programa de estudios-,
no llegó a aplicarse. También, sus aspectos más reformistas –o contrarreformistas,
según se mire-, fueron decayendo a lo largo de su recorrido por el proceso de
elaboración y subsiguiente tramitación parlamentaria; sin que por ello se
llegara tampoco a ningún consenso ni pacto de estado. Al menos aparentemente.
Por su parte, la LOE fue un intento
de metabolizar dentro de la LOGSE algunas de las verbalizaciones (meramente) declarativas
de la LOCE, excluyendo sus aspectos más controvertidos. Quizás Gabilondo –uno de
los pocos ministros de educación sensatos que ha habido- hubiera podido alcanzar
el añorado pacto de estado educativo, en el auténtico sentido del término, pero
el propio partido al que representaba –el PSOE-, se lo impidió, y la cosa se quedó
en agua de borrajas.
La LOMCE, a su vez, planteó
dos aspectos novedosos y dignos de interés: una tímida introducción de
itinerarios académicos en la ESO y en la FP, y el establecimiento de pruebas
externas de graduación –como en la mayoría de países de nuestro entorno-. Todo
ello en un contexto general que diluía ambas «novedades» en un océano de
despropósitos y frivolidades. Igualmente logsiana en sus aspectos esenciales,
que son los que no fueron objeto de polémica ni de debate.
Como la LOGSE, la LOMCE
proclama en el preámbulo –en realidad ya en su primera frase- que el alumno es
el centro, el objeto, del sistema educativo. Y esto, la auténtica clave de
bóveda educativa, no ha sido cuestionado por ninguna de estas leyes, ni por ninguno de
los partidos que las han auspiciado. Y decimos que es la clave de bóveda porque
de cuál sea el que se considere que es el objeto de un sistema educativo,
dependerá todo lo demás. Si decimos que el objeto de un sistema educativo es la
transmisión de conocimientos, el alumno es entonces el sujeto de dicho sistema,
su destinatario, y beneficiario. Si, en cambio, asimilo sujeto y objeto en el
alumno, entonces estamos inevitablemente ante un producto de consumo.
A modo de excurso, no deja de
ser sorprendente que disponiendo el castellano –como también el catalán- de una
clara distinción conceptual entre sujeto y objeto, a diferencia de otras
lenguas que quizás en ocasiones no lo sea tanto en ciertos ámbitos de discurso –se
me ocurren el francés y el inglés: the
subject, en inglés, o le sujet, en
francés, son también la materia de algo, el objeto de algo; ojo, no el objetivo-,
incurramos aquí, y con tanta frecuencia, en tamañas tropelías conceptuales.
Pero claro, a lo mejor no es una deficiencia conceptual, sino un pretexto para
mantener inconfesado el auténtico objeto.
Porque, a ver. En realidad, si
algo ha ido a más, siempre y en todo momento, con estas seis últimas leyes, es
la progresiva mercantilización de la educación y su conversión en producto de
consumo; y por ello, necesariamente banalizable en sus contenidos y formas. También,
perdón por esta metonimia retórica, en su objeto.
Y mucho me temo que en esto sí
ha habido un pacto de estado desde hace más de una generación. Difícil
encontrar tal consenso -político, social, sindical…- en cualquier otro ámbito; tácito,
sí, pero consenso al fin y al cabo. Y ahora nos dicen que sí, que el nuevo
mantra es que hace falta un pacto de estado para que el sistema educativo
disponga de estabilidad y continuidad. ¿Para qué, si ya están de acuerdo en lo
esencial?
Desgraciadamente creo que tienes toda la razón. Como sucede más o menos lo mismo en el Reino Unido, Estados Unidos, etc., es difícil ver un remedio. Sospecho que, además, es resultado de bonísimas intenciones de que todo el mundo tenga un trabajo en el que pueda aplicar lo aprendido en sus estudios. Cuando estudiaban pocos la materia a estudiar se dejaba a los profesores. Pero ahora, si se quiere que a todo el mundo lo estudiado le sirva para conseguir trabajo, la pregunta es ¿de qué hay trabajo?. Porque la realidad es que nadie se plantearía estudiar más que si le va a servir para encontrar trabajo. Si, además, por decreto, todo el mundo sirve para estudiar, lo que hay que hacer con el nivel sólo puede ser una cosa, y lo que conviene hacer para que nadie sufra ansiedad también está claro por dónde va. Ahora sólo falta que para ser camarero se exija un grado y ya todo estará bien.
ResponEliminaPor favor, que no pacten (más). Que lo dejen estar. Prefiero estar mal que peor. ¿A qué consenso van a llegar estos partidos? ¿Convergerán en la ignorancia emocional, emprendedora y bilingüe?
ResponEliminaEl análisis, impecable.
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