La verdad es que no deja de
sorprender la asimetría con que se valoran las distintas declaraciones que se
puedan proferir, no precisamente «vengan de donde vengan», sino más bien por «venir
según de dónde vengan». Y si no, pues a ver cómo se explican las airadas
reacciones que suscitaron, con toda la razón del mundo, las obscenas
declaraciones de Trump sobre las mujeres, vanagloriándose de conseguirlas
gracias a su posición de poder -emulando a Strauss-Kahn-, con la complicidad y
benevolencia que obtuvieron las de Madonna, ofreciendo sexo oral a los votantes
de Clinton, en el mejor estilo de la muy noble villa mallorquina de Magaluf.
Cierto que desde hace muchos
años, como apuntaba recientemente Vicenç Navarro en un muy buen artículo, el partido demócrata ha
abandonado cualquier discurso de clase o social, para ceñirse al sucedáneo de
las políticas de etnicidad identitaria y de minorías. Algo que, por cierto,
también ha ocurrido en la izquierda europea, con los resultados por todos
conocidos y con fundadas expectativas de superarlos.
Y aunque sólo fuera por frivolizar, no es que con tanto melting pot y obsesión por el voto de
las minorías, a los analistas y a la
propia Milady se les pasara por alto la mayoría (blanca), sino que, víctimas de
su propio discurso, toparon con los límites inherentes a éste: el etnocentrismo
elitista que exuda y su correlato de buena conciencia desde la autocomplaciente
consideración de unas élites sociales y económicas a la caza de voto clientelar
entre estas minorías, excepto la descartada de antemano por el propio discurso:
los euroamericanos, en su modalidad white
trash, porque entonces hubiera sido necesariamente un discurso social, y
esto es lo que se trataba precisamente de evitar. Porque en los Estados Unidos
no puede haber conflictos sociales, sino, en todo caso, culturales.
Es en este sentido especialmente
interesante la artificiosa terminología que se utiliza y que se ha convertido
en canónica para definir a las minorías étnicas. Porque, a ver, étnicamente
hablando, los únicos que podrían acreditar la condición de norteamericanos son
los indios pieles rojas, recluidos y hacinados en unas reservas –el nombre lo
dice todo- bañadas por océanos de alcohol barato y miseria «integradora», a los
que eufemísticamente se denomina native
americans; sin duda para distinguirlos de los propiamente americans, que tampoco son todo el
resto, claro que no. Porque a los negros, para no llamarles así, se les dice
«afroamericanos», lo cual es a su vez una caracterización claramente peyorativa
desde el punto de vista del concepto de ciudadanía. Luego están los asiáticos,
los hispanos, y hasta una nueva minoría que trasciende lo meramente étnico,
para caer en lo religioso: la minoría islámica; criterio adscriptivo que sitúa
la diferencia entre ser musulmán o de cualquier otra religión, incluso de
ninguna.
Y ahí topamos con los límites de
este discursillo, entre progre, compasivo, condescendiente, redentorista y
elitista: su etnocentrismo fundante, que esta vez les ha jugado una mala pasada
por sus obligados olvidos.
Porque contra lo que pudiera
parecer a simple vista, la comunidad nunca citada como «euroamericana», es tan
heterogénea como cualquiera de las otras. Pero esta omisión sólo obedece a que
el objetivo del discurso etnicista, en cualquiera de sus múltiples variantes –«buenista»
«malista» o lo que sea…-no es otro que el
de presentarse como un paliativo que soslaye la mera posibilidad de un discurso
social que, por ejemplo, no distinga entre blancos pobres, negros pobres,
hispanos pobres o chinos pobres, sino que hablara sólo de «pobres», que los
hay, muchos y de todos los colores.
Y es que resulta que también
hay entre la comunidad «euroamericana» gente pobre de solemnidad que, a lo
mejor, a la vez que envidian a Trump cuando alardea de las ventajas de su
posición para servirse de ella con fines sexuales, tampoco se acabaron de creer
a Madona en su ofrecimiento a los votantes de Milady Clinton. Y ya puestos, a
saber el porqué de tanta mujer euroamericana votando a un tipejo como Trump; a lo
mejor fue por lo de una tipeja como Madonna…
Eso sí, lo de Madonna se
vio como una graciosa ocurrencia – de peculiar sentido del humor, lo califican
algunos-, y lo de Trump como una grosería intolerable, que lo es. Y no, en
ambos casos se trata de una grosería, y no por provenir de una, es menos
obscena que la del otro.
El discurso social existió durante las primarias demócratas, lo representó Bernie Sanders, pero el "aparato" prefirió a Clinton. Hace ya mucho tiempo que los demócratas dieron por sentado que los trabajadores les iban a votar siempre a ellos, por lo que se dedicaron a atraerse a los empresarios. Le funcionó a Bill, el marido de Hillary, que consiguió para su campaña una financiación comparable a la de los republicanos, y más votos.
ResponEliminaLo mejor de todo esto, la cara de tontos que se les ha quedado a algunos.
Tienes toda la razón, Xavier, sobre lo de Madonna. Sucedió algo muy parecido durante la campaña por la nominación republicana: un candidato, no recuerdo si Rubio o Cruz, dijo que las manos pequeñas manos de Trump indicaban que tendría también pequeños otros miembros, Trump contestó mostrando sus manos y diciendo que no eran pequeñas, etc., pero los medios se quedaron con que Trump había hablado del tamaño de sus cosas.
Efectivamente, querido Bacon, Bernie Sanders representó el discurso social durante las primarias demócratas, y algunos de sus éxitos hasta consiguieron inquietar en cierta medida a Clinton y al aparato.
ResponEliminaAdemás, es que esto no es la primera vez que ocurre. La migración de voto obrero del PC francés a Le Pen (padre), es un hecho constatado; empezó en el sur de Francia y se fue extendiendo al resto. Ahora Le Pen (hija) es una seria candidata a la presidencia de Francia.