Si el intelectualismo consiste
en la actitud de dar preeminencia al intelecto frente a lo afectivo y volitivo –definición
de la RAE-, el antiintelectualismo, en contrapartida, se fundamentaría en el
primado de lo emocional y volitivo frente a lo intelectivo y cognitivo. El
debate entre intelectualismo y antiintelectualismo es ciertamente muy viejo y no
se da siempre bajo los mismos parámetros, sino que en cierto modo es
idiográfico. No es lo mismo, por ejemplo, el debate filosófico entre
intelectualismo moral y antiintelectualismo moral, que la remisión a la
categoría de intelectualista de todo discurso que disienta del propio, o que la
simple y visceral negación de lo intelectual.
El Idealismo filosófico, por
ejemplo, parte de la exigencia de génesis del discurso práctico -de la decisión-,
siendo entonces el discurso teórico –el conocimiento- un momento interno
necesario al despliegue de la decisión en su propia condición de metafísicamente
libre. Sería el modelo de Fichte. Kant, en cambio, al desterrar lo absoluto y
partir de la finitud como condición constituyente de lo humano, entiende que
los dos discursos son irreductibles el uno a otro, siendo la libertad en este
caso la no remisión del discurso práctico al teórico, la no reductibilidad de la
decisión a conocimiento y viceversa, en un contexto de finitud.
Se ha dicho ya muchas veces
que la escuela y la pedagogía moderna hunden sus raíces en la filosofía del
idealismo alemán. Son especialmente interesantes en este sentido las entregas de Jorge abordando
a Fichte en su Bajo la lluvia. Pero
también, como observaba muy atinadamente Gregorio Luri hace unos días, no es lo
mismo tener como referente a Hegel (caso de la escuela republicana) que a
Fichte (caso de Dewey). Y el modelo
educativo hoy en boga es el de base fichteana.
Aun admitiendo que se trata de
una pregunta retórica, me pregunto si el
despliegue interno a la génesis de la escuela fichteana ha llegado ya al
momento de la supresión del fenómeno, siendo en nuestro caso tal supresión la
de las funciones que en su momento tuvo asignadas como institución. Y me
pregunto también, en este caso nada retóricamente, si la universalización de la
escolarización no tendrá algo que ver con ello, acaso como una extraña suerte
de efecto perverso a lo Vattimo.
Una de las características más
genuinas de la nueva pedagogía en esta avanzada fase de su despliegue a la que
estamos asistiendo, es sin duda su profundo y explítico antiintelectualismo. Un
antiintelectualismo cuyo correlato consiste en un curioso oxímoron: la
consideración de su propia «ciencia» como el único saber verdadero e importante
y su «lógica» pretensión de ponerlo en práctica monopolizando todos los
procesos de aprendizaje y adquisición de conocimientos de los individuos
durante su etapa escolar. Un saber que pontifica sobre qué se ha de saber y qué
no, que se legitima a sí mismo y no admite más contrastación empírica que la
atribución de la responsabilidad de sus fracasos a la realidad y nunca a la
teoría.
En este sentido, más bien
podría parecer incluso que tal fracaso no lo es, razón por la cual no se darían
por enterados, en la medida que aquello en lo que se está fracasando, vamos a
decirlo así, la preparación intelectual, es precisamente lo que hay que
erradicar de la institución escolar, despojándola de los últimos vestigios de
la función para la cual fue concebida: la transmisión de conocimientos.
No creo que nunca, nadie en su
sano juicio haya incurrido en un reduccionismo intelectualista tan radical y
ramplón como el que ahora parece aquejar al antiintelectualismo pedagógico new age. Muy especialmente porque esta
supresión de lo intelectual se está produciendo como una exigencia intrínseca al
propio proceso de implantación de esta pedagogía new age como ideología educativa hegemónica y única.
Sería, desde esta perspectiva,
un grave error de valoración considerar que la pedagogía moderna está
fracasando, porque presupondría admitir que la continua adopción de supuestas
innovaciones son meros subterfugios destinados a enmascarar dicho fracaso,
cuando en realidad no es sino la ejecución de un mismo proyecto en sucesivas
fases hacia su objetivo final. Porque el concepto de éxito o de fracaso es intercambiable
si de objetivos antitéticos se trata. Y esto es, precisamente, lo que pienso
que está ocurriendo.
Encuentro en Wikipedia la cita
de un interesante estudio realizado sobre los distintos tipos de
antiintelectualismo, que se distinguirían básicamente en tres. El primero sería
un antiintelectualismo religioso, que consistiría en el primado de la emociones
sobre los conceptos y los razonamientos; en nuestro caso, de la inteligencia
emocional sobre la cognitiva. El segundo sería un antiintelectualismo populista,
cuyo postulado básico partiría la consideración de la educación como un arma
política manejada por las élites de acuerdo con sus objetivos. Se incluirían en
este apartado ideas tan conocidas como el relativismo radical o que el
conocimiento es un instrumento de dominio y la ciencia una ideología más,
concebida por las clases dominantes como para perpetuar su dominio. El tercer
tipo de consistiría en in instrumentalismo
irreflexivo. Es decir, la educación se ve como un instrumento para alcanzar
mayor rango social y riqueza, pero nada más.
Cuando se nos habla de priorizar
las emociones sobre el entendimiento en los procesos educativos y de
aprendizaje, estamos en el primero; cuando hablamos de fomentar el espíritu
crítico sin una base de conocimiento e información que lo sustenten, o cuando
hablamos de inteligencias múltiples sin remisión a factor G alguno, estaríamos
en lo segundo supeditado a las exigencias de lo primero. Y cuando, finalmente,
negamos el valor del conocimiento en la educación, estamos afirmando que hemos
entrado ya en una fase en la que podemos prescindir de la hipocresía de seguir
otorgándole algún valor instrumental al conocimiento, porque lo primero y lo
segundo han calado ya suficientemente como para negar lo tercero.
Porque hay en realidad una secuencia lógica que nos
lleva de postular que hay que aprender divirtiéndose, a plantear que lo
importante es aprender a aprender -por supuesto, críticamente y habiendo dejado
por el camino conocimientos acaso no susceptibles de diversión iniciática-,
para finalmente llegar al cabo de la calle: que cada cual aprenda lo que quiera
y como quiera, porque da exactamente igual.
Claro que, bien mirado, si
esto no es un modelo ideológico ¿Qué es entonces?
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