Decía Kant que la mentira
tiene como condición de la posibilidad un marco discursivo de presunción de
verdad. Efectivamente, de no ser así, no sólo la mentira sería imposible, sino
que también lo sería la propia posibilidad de discurso. De ahí infiere que la
mentira está subordinada a la verdad.
No se trata de ninguna
moralina. Esto, cuando se explicaba Historia de la Filosofía en el Bachillerato,
les costaba de entender a los alumnos, que lo veían como la ingenuidad propia
de alguien que, como Kant, no sabía de qué iba la vida. Con la cantidad de
mentiras que decían ellos ¡qué les iba a contar Kant! Pero cuando se les explicaba
la analogía que estableció Ortega, al menos los más espabilados caían en la
cuenta de que para ingenuidad, la de ellos. Ortega comparaba la mentira con la moneda falsa.
Y así como ésta precisa de la existencia de moneda de curso legal, sin la cual
no podría siquiera ser ni moneda ni falsa, aquélla precisa de la verdad para
poder ser mentira.
Pero hay ciertos supuestos
bajo los cuales se quiebra esta analogía tan pronto como pasamos del concepto
al agente, de la mentira al mentiroso y de la moneda falsa al falsificador. Es
decir, cuando entramos en el ámbito de la percepción de ello desde el propio
psiquismo del mentiroso o del falsificador. No porque deje de haber analogía,
sino porque ésta se traslada a otro plano.
Para que haya transgresión, ha
de haber un marco que fije unos límites más allá de los cuales ciertos
comportamientos quedan proscritos o se consideran reconvenibles. Es decir, sin
un marco «moral» previo –en su sentido originario de «costumbre» o «common life» humeana- a partir del cual
se constituya lo «legal», escrito o consuetudinario, la noción de transgresión
carece de sentido en la misma medida que la de mentira sin presunción previa de
verdad. Que la constitución de este marco requiera de alguna forma de consenso
formal, no debe, sin embargo, implicar que incurramos en la ingenuidad de asumir
una aceptación implícita universal de «las reglas del juego», sino simplemente
explícita, con la a su vez implícita eventualidad de transgresión, incluso bajo
estas mismas reglas o pretextando ajustarse a ellas.
Para entendernos, siempre
queda la posibilidad de «la mano de Dios», sin que ello aluda a ningún tipo de
providencialismo, sino al famoso gol de
Maradona con la mano en el Mundial del 86. Un gol que no lo era, pero que computó
como tal. Es decir, que la mentira pase por verdad, que la moneda falsa suplante
a la de curso legal, o que la transgresión en definitiva, pase desapercibida.
Por lo general, el mentiroso o
el falsificador de moneda son conscientes de su condición. Cierto que un
mentiroso compulsivo puede acabar tomando sus mentiras por verdades, pero
entonces estamos ante una patología de la personalidad. La confusión del fin
con el medio. Cuando uno miente, lo hace con un objetivo; si miente por mentir,
si el único objetivo es mentir, entonces es un enfermo. ¿Y el falsificador de
moneda?
Ciertamente, no es imposible
imaginar a un falsificador que acabe creyéndose que sus monedas sean de curso
legal. Pero parece más sensato pensar que lo que pretenderá es ingresarlas en un
banco colándolas subrepticiamente como verdaderas, en cuyo caso acaban siéndolo,
como mínimo en el haber de su cuenta corriente, que es de lo que se trataba. Ahora
bien, cuando un pelanas ingresa repentinamente un millón de euros sin poder
acreditar que le ha tocado una Primitiva, entonces se encienden todas las
alarmas; o bien es moneda falsa, ilegal, o lo es el origen de su posesión.
En una comedia teatral que
pasaron hace muchos años por el viejo «Estudio Uno» de TVE, unos hampones de
medio pelo consiguen construir una máquina falsificadora perfecta. Para no
llamar la atención, desestiman fabricar billetes de mil y de quinientas pesetas.
Pero si sólo los producían de cien, entonces no cubrían gastos. Y en un raptus
de lucidez digno de muchos economistas actuales, deciden producir billetes de
155 pesetas. Las ventajas eran evidentes: no llamaban la atención como la
llamarían yendo por la vida con fajos de billetes de mil –ellos, unos matados-;
cubrían gastos y les quedaba un beneficio de cincuenta pesetas por billete. Y se
pusieron en faena. Huelga decir que acaban todos detenidos a las primeras de
cambio. Eso sí, no se sabe si por falsificadores o por gilipollas.
Por lo tanto, el mentiroso es
tan consciente de estar mintiendo como el falsificador de que sus monedas son
falsas; psicópatas y gilipollas aparte. Pero igual que un mentiroso puede
llegar a creerse el único que miente, y hasta a considerarse el único con
derecho a mentir, también el transgresor sistemático puede llegar a
considerarse el único y astuto transgresor con «derecho» a transgredir, en lo
que es una transposición de planos consecuencia de la pérdida de sentido de la
realidad.
Y trasladando todo esto al
ámbito de la política, no estaríamos en el plano de legitimación de un fin por
cualesquiera medios –como burlar la ley, por ejemplo, que es otra cosa-, sino
que, una vez más, topamos con Kant: también una república de diablos tendría sus
leyes. De hecho las tiene, porque entre diablos anda el juego y esto es lo que
hay. Y resulta que si uno, en sus delirios, se cree el único diablo y así lo
anuncia, lo que a primera vista pudiera parecer una actitud astuta o taimada, según del lado que se mire, acaba en
realidad siendo la más cruda explicitación de una ingenuidad enternecedora, y
estremecedora, por su ramplonería implícita: desconoce las reglas del juego.
Ayer, haciendo zapping,
apareció de repente en la pantalla el Sr. Mas compareciendo para «explicar»(?)
los recientes escándalos de corrupción que apuntan directamente hacia él. Y
como si más allá de su autoproclamada astucia, el cálculo hubiera aconsejado
fabricar billetes de 155 euros en aras a la causa que dice defender, estaba
diciendo en el mismo momento que apareció en mi pantalla, entre airado y
ultrajado:
[(…)
també ens podríem preguntar] per què no busquen en d’altres”.
Es decir, “(También nos
podríamos preguntar) por qué no buscan en otros sitios”. O sea, Why me? Para a continuación hacerse fuerte
proclamando que en diez años, no han podido (“Ellos”, Madrid) encontrar nada.
Vamos a ver. Prescindiendo de
que en diez años sí se han «encontrado» cosas que han llevado a más de un
allegado suyo a la cárcel, la pregunta es qué le induce a advertirnos implícitamente
que sí van «encontrar» algo en el undécimo y porqué precisamente a él.
¿Pero qué te pensabas? ¿Que esto
iba a ser como el solitario en el que te haces trampas a ti mismo con billetes
de 150 euros? ¿O nos vas a decir que de tanto mirarte el ombligo, no sabías que
esto es una república de diablos?
¿Y la lógica de la transgresión? ¡Ah! sí, la de toda la vida; la que le recuerda el viejo pistolero de los westerns al joven temerario que cree serlo. Siempre habrá alguno más rápido que tú; o más astuto que tú, más aún si es el que reparte el juego. Son las reglas: tú no eres el único transgresor.
La maldición «gazieliana»
persiste: ¿Mal suertudo o pésimo jugador?
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