Mientras aguardamos la
decisión que los griegos tomarán mañana, no deja de ser chocante que, por parte
de todos, pero sobre todo por parte de los que cuestionan la pertinencia del referéndum
convocado por Tsipras, el resultado que arroje estará legitimado sólo si
coincide con su propuesta. Vamos, que uno detecta una cierta asimetría que
afecta de lleno a la propia concepción de la democracia. Esa democracia que,
con gran acierto, Gregorio Morán califica hoy en su «Sabatina» de democracia
envenenada. O a lo mejor, si contra su criterio se nos permite todavía un ímprobo
esfuerzo de ingenuidad, que nos están haciendo trampa.
Veamos, parece bastante fácil
inferir que los que se han manifestado contra la convocatoria del referéndum
griego son los mismos que ahora están postulando, desde dentro o desde fuera de
Grecia, el «Sí». Es decir, grosso modo, la aceptación de las condiciones
impuestas a Grecia. Y que su posición contraria a la convocatoria responde a
que no se trata de cosas que puedan decidirse, ya no hay nada que decidir en
este tipo de menesteres, porque sin duda se consideran ámbitos no decidibles;
sólo hay que acatar y punto. Y la paradoja es que si sale el «Sí» el domingo,
se invocará ello no obstante el referéndum como fuente de legitimidad.
La posición del gobierno
griego es en cambio muy distinta, porque tendrá que asumir el resultado, tanto
si es «Sí» como si es «No». Para los otros sólo habrá servido si ratifica sus
tesis: si sale el «Sí». De ahí la asimetría.
Ciertamente, cada vez me
parece más acertado el término «Tecnodictadura» que utilizó Manuel Castells
para referirse a esta especie de «fase superior de la democracia», una
democracia cada vez más supeditada a unos imponderables que falsamente se han
introducido como supuestamente objetivos y sin posible discusión, que
condicionan no sólo el funcionamiento, sino el propio concepto de democracia.
Se puede, por ejemplo, y ya en nuestro caso, privatizar Telefónica y colocar
ahí a los propios ministros que la llevaron a cabo, o la sanidad pública;
siempre sin posible retorno. Cualquiera que pretendiera hoy llevar a cabo la
recuperación del carácter público de entidades privatizadas, toparía con un
muro que ríanse ustedes del marasmo griego. Son las reglas del juego, nos
dicen, va con los tiempos… y eso cuando no se nos recuerda que no estamos en
los siglos XIX o XX, como si no supiéramos en qué siglo y año estamos viviendo…
Y dentro de estas reglas está
el fingimiento democrático, el paripé. Todo, en apariencia, ha de presentar
unos visos de legalidad, en la mayoría de casos elaborados Ad Hoc para facilitar dicho fingimiento. Llevamos muchos años con
el paripé, pero cuando la realidad se deteriora, el paripé se manifiesta como
farsa… mientras tanto se gesta el germen del esperpento. Discutamos por
tonterías ya que las cosas importantes están fuera de nuestro alcance, y
tomemos lo anecdótico como categoría suprema donde se dilucida el ser o el no
ser del sistema.
Los derechos que no se
ejercen, acaban perdiéndose, y lo peor es que cuando esto ocurre ya no queda
nadie para enterarse. Eso sí, prosigamos con la farsa. Hay decenas de ejemplos
que podría dar de cómo lo irrelevante adquiere condición de categoría, mientras
que lo trascendente, lo relevante, queda progresivamente relegado a la
condición de entelequia. Entiéndase este último término en su acepción cotidiana, no
en la aristotélica, claro. Y el ejemplo que tengo ahora mismo más a mano es el
prurito que les ha entrado a algunos, acaso afectados por las farisaicas
fiebres de la renovación, con la farsa de la elecciones primarias para
determinar quién encabezará las listas de sus respectivas formaciones a las
distintas concurrencias electorales.
Se trata de un ejemplo
casi paradigmático de cómo se pierde el tiempo en lo accidental a la vez que
olvidamos lo esencial. Es como si –escenas a las que quien suscribe ha asistido
en más de una ocasión- en un claustro de profesores de instituto, alguien
propone que se vote la decisión de poner a votación una determinada propuesta.
En los tiempos que se votaba algo, claro, hoy ya ni eso. Pues bien, lo de las
primarias en los partidos, como ya dije en otra ocasión, se me antoja una farsa
cada vez más próxima al esperpento. La farsa no se la cree nadie, pero es un
trámite por el que hay que pasar; el esperpento, en cambio, consiste en creerse
la farsa; en unos fingiendo creérsela, en otros creyéndosela de verdad; desde
la hipocresía o desde la ingenuidad, pero ambos interiorizándola como categoría.
Contra lo que pudiera parecer, el descubrimiento de la farsa no comporta por lo
general su denuncia, sino su reafirmación en el esperpento como fase superior
de la farsa. Hoy estamos entrando ya en el esperpento.
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