Los padres del niño que se
negaron a vacunar, muy bien podrían ser seguidores de las teorías psicológicas
y educativas, hoy en tan en boga, que postulan la construcción por parte de uno
mismo de su propio conocimiento a partir de la información ilimitada, pero
también indiscriminada, a la que se tiene acceso gracias a internet. No digo
que lo sean conscientemente, es un extremo que ignoro, pero sí digo que, como el
personaje de Molière, acaban de descubrir que hablaban en prosa. Me refiero a
teorías, o más bien tendencias, como las que hoy en día circulan sobre la
trivialización del conocimiento y la no necesidad de su transmisión, en aras a
otros «proyectos» educativos y comunicativos «innovadores», que primarían la
espontaneidad, la creatividad imaginativa o la inteligencia emocional y/o
múltiple, supuestamente mucho más adecuados para alcanzar la plena realización personal del
individuo, que las ajados saberes tematizados que nos la legado nuestra sociedad
histórica: el pensamiento lógico y la ciencia.
Para poder recibir y
aprehender una cierta información, es necesaria una formación previa. Este es
el principio fundamental negado por la tendencia hoy dominante, y de ahí su
aversión a lo que tradicionalmente se ha denominado la «formación integral»,
que proporciona un cierto «criterio» con independencia de la especialidad que
uno tenga. Una formación integral que, ciertamente, no permite pontificar sobre
cualquier cosa, muy al contrario, más bien sobre casi nada, pero que, llegado
el caso, permite establecer ciertas cautelas y saber distinguir entre el saber
más o menos fundamentado y la mera charlatanería. De ahí que, dicho
genéricamente, a un médico, no por el hecho de serlo, se le deba eximir de
tener una cierta formación en otras materias, por más alejadas que estén de su
práctica profesional y de los conocimientos y formación que esta requiera. Lo
mismo para un matemático, un historiador, un economista, un arquitecto, un
albañil o un vendedor de seguros. Esta era precisamente la aspiración
ilustrada, hoy tan denostada.
Cierto que hay limitaciones,
tanto desde la perspectiva individual como de la especie humana en general. No
podemos saber de todo ni saberlo todo, como especie, ni tampoco cada uno de
nosotros puede saber todo lo que se sabe. Individualmente, además, están las
variaciones de rigor; no todos tenemos las mismas capacidades, intereses, destrezas
ni oportunidades. Bien. Puede que un electricista no requiera, para su práctica
profesional, conocer los principios teóricos que la hacen posible; no así un
ingeniero. Pero ambos, a lo mejor casi igualmente ignorantes en medicina o astrofísica,
sí deberían saber distinguir, puede que a distintos niveles, pero discriminar
al fin y al cabo, por sus respectivos discursos, a un médico de un curandero, o
a Stephen Hawking de Erich von Daniken.
La nivelación no es,
ciertamente, culpa de internet. Afirmar esto sería una estupidez de la misma
envergadura que defender dicha nivelación. El problema es más bien otro, que
corre, eso sí, parejo a la implantación de internet: la negación de la
necesidad de una formación integral que aporte criterio y la inevitable condición
de autoridad, ergo de jerarquía,
implícita a la fundamentación de todo conocimiento. La ignorancia, por un lado,
y la barbarie de la hiperespecialización, por el otro, impiden con frecuencia
disponer de tal criterio. El conocimiento, nos guste o no, no es democrático ni
fácilmente adquirible; no todo vale y no todos los gatos son pardos, ni de
noche ni de día. Porque para discriminar se requiere una formación previa: una
cosa es la Astrología, una pseudociencia, por más conocimientos astronómicos
que se precisen para su ejercicio; otra muy distinta, por ejemplo la historia
de la Astrología. Lo mismo que ser religioso o conocer la historia de las
religiones.
Admitamos que muchas veces,
ello no obstante, tanto la sofisticación del supuesto discurso como la
desfachatez en la impostura del charlatán pueden inducir a dudas, ora en el
electricista, ora en el ingeniero. Bien, pues a falta de criterio, para esto
está precisamente la homologación del conocimiento, la autoridad debidamente
jerarquizada. Es precisamente lo que reconocemos cuando vamos al médico para
saber qué tenemos –ojo, no qué nos pasa-. Lo que nos pasa ya lo sabemos, pero a
qué se debe y qué nos depara, no; eso nos lo dice el médico.
Y esa es la autoridad que
discrimina entre un médico y alguien que
te diga que ejerce la «biomedicina», o que mientras Stephen Hawking tiene el
título universitario homologado de Física, von Daniken no acabó el instituto y
su vida profesional anterior a sus éxitos editoriales consistió en trabajar de
camarero. Pero si busco en internet cualquier concepto físico relacionado, por
ejemplo, con la posibilidad de vida extraterrestre, Hawking y von Daniken
aparecerán en un mismo plano horizontal, indiferenciados… a menos que se tenga
la suficiente formación integral que permita descartar de entrada al segundo,
incluso si no dispongo de suficiente formación específica como para acabar – o ni
empezar, en ocasiones- de entender al primero. Lo mismo si busco en google, por
ejemplo, algo así como «Platón y la Atlántida» o «constructores extraterrestres
de las pirámides»…
Ignoro la formación de los
padres del infortunado niño que ha contraído la difteria; se trata de algo
demasiado frecuente como para que esto tenga ahora mismo relevancia; es una
tendencia por ahora imparable, y propiciada, además, precisamente por aquellos
que más deberían estarla combatiendo: sus potenciales víctimas.
Cuando estas tendencias se
encontraban todavía en sus inicios, recuerdo que un día, en el instituto, una
compañera me comentó, azorada, lo que le había ocurrido en la clase de Lengua
Castellana. Un alumno había escrito en la pizarra «bujero», en lugar de
«agujero». La profesora le corrigió: “No
se escribe –ni se dice- «bujero», sino «agujero»”. El alumno
reaccionó mal: “En mi casa lo dicen así”,
objetó. Y cuando mi amiga le corrigió nuevamente, diciéndole que en su casa lo
decían mal, la réplica del alumno se tornó definitivamente desafiante: “¿Me estás diciendo que en mi casa hablan
mal?”…
El chaval se ofendió porque se
enteró de que hablaba mal. ¡Gloria al chaval! Hoy se jactaría de ello. Los
padres antivacuna no son sino un resultado de esta tendencia hegemónica:
ignorancia más información indiscriminada, sin formación previa ni criterio.
Esperemos que el niño se
recupere. Y que partir de ahora sus padres accedan a vacunarlo y sean más
prudentes en sus imaginativas aventuras pseudocientíficas, sobre todo a la hora
de dar pábulo a charlatanes ignaros. Porque disponer de formación también
comporta, ante la consciencia de su carencia para discernir con criterio,
someterse a la autoridad. Por más reaccionario que sea esto de aceptar los
dictados de la autoridad médica competente, y por más vulgar que resulte esto
de vacunar.
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