No es extraño que la Lógica
haya desaparecido de los programas de estudios de Bachillerato. De lo
contrario, tal vez resultaría más fácil detectar las falacias de ciertos
discursos que, como el pedagógico actual, consisten en descalificar previamente
a cualquier posible adversario mediante la utilización del conocido argumento ad hominem. Es decir, desacreditar de
entrada a cualquier posible adversario mediante el procedimiento de
desautorizarle por ser quien es, donde ese «quien es» presupone unas
características que le deslegitiman para el debate. Una vez efectuada esta desacreditación, el despliegue del propio
discurso acostumbra a transcurrir por la falacia ad verecundiam (o magister
dixit), consistente en la autoreivindicación de la propia autoridad, eso
sí, con las más de las veces impostadas alusiones a supuestas verdades
incontestables, a las que se recurre como fundamento de validez definitivo de
la verdad que se está exponiendo.
No hace mucho ironizaba Gregorio
Luri sobre el manido recurso al mantra «La neurociencia ha demostrado que…», y hoy precisamente hallo en el blog de Alberto dicha locución textualmente citada a propósito de uno más de tantos
innovadores pedagógicos. La verdad es que tanta alusión recuerda de muy cerca
aquella frase que se atribuye a Disraeli sobre la mentira. Hay tres formas de
mentir, decía, a saber, decir todo lo contrario de la verdad, decir sólo parte
de verdad y, finalmente, dar una estadística. Más llanamente, aquello de “está estadísticamente demostrado que…”. Pero, en fin, dejemos por ahora estas modalidades de argumento ad verecundiam y volvamos al argumento ad hominem.
En su modalidad más clásica,
la falacia pedagógica ha consistido en estigmatizar al profesorado con todas
las posibles connotaciones peyorativas propias de los sistemas de enseñanza,
digámoslo así, «tradicionales». Desde el autoritarismo jerarquizado inherente
al anacrónico binomio docente/discente, hasta el carácter obsoleto de los
métodos de aprendizaje impropios de un sistema educativo inscrito una sociedad democrática
y altamente tecnologizada, donde la información prima sobre una formación que,
al parecer, se adquiere mediante el desarrollo ex nihilo de la creatividad, de la emotividad y de las
potencialidades de la inteligencia múltiple que, como todos sabemos, está
también científicamente demostrada. Añádase a todo esto la proscripción del esfuerzo,
de la memoria y del saber compartimentado en materias que no se corresponden
con la complejidad de los problemas prácticos que se nos presentan, y el cóctel
está servido. Eso sí, agítese antes de usarse.
En román paladino ¿De qué me
sirve haber aprendido derivadas si luego, las únicas con que habré topado en mi
vida serán las que me forzaron a aprender en la escuela, o en el peor de los
casos las realizará el ordenador? ¿Para qué el inútil ejercicio de memorizar
las preposiciones? ¿Qué utilidad tiene una lengua como el latín, que hoy no
habla nadie? ¿Para qué sirve estudiar las categorías que un tal Aristóteles
estableció hace dos mil quinientos años? ¿Qué me importa a mí quién fue Euclides? ¿O por qué explicar el principio de Arquímedes
si, como les prometo que me espetó la presidenta de los MRP de Cataluña, “eso los niños lo aprenden solos? Y sobre
todo ¿por qué he de estudiar todo esto si no me interesa? Porque, claro, a mi
lo que me interesa es ser feliz, y nada de eso me lo garantiza, sino más bien
lo contrario en la medida que me exige un esfuerzo que no me compensa para
nada.
Entre la inutilidad práctica y
el «inteligente» desinterés que los «niños» manifiestan ante estos
aprendizajes, ya hemos conseguido cargarnos literalmente lo que, antes
dignamente y hoy peyorativamente, se conoce como «saberes académicos». Y mucho
ojo, porque hay más. Si uno protesta, es porque está defendiendo su statu quo
corporativo.
Hay otra modalidad más
reciente de utilización del argumento ad
hominem por parte de los pedagogos que, incorporando en su acerbo la
falacia original, está mucho más elaborada y, en cierto modo, es su superación
dialéctica. Prueba de su mayor nivel de sofisticación es que está resultando mortíferamente
más efectiva, hasta el punto de que ha arraigado en el imaginario colectivo
como un auténtico mantra, incluso ante la incontestable evidencia del
estrepitoso fracaso que ha resultado de la aplicación del modelo en la práctica.
Surge, precisamente, como legitimación y superación discursiva de este fracaso,
no precisamente asumiéndolo, sino negándolo a la vez que atribuyéndolo a un
culpable. Sí, como antes, pero con un añadido más que significativo.
Si el paraíso pedagógico no ha
llegado, a la vez que se afirma estar objetivamente en él, es porque hay un
culpable. La culpabilización estaba también implícita en el anterior argumento,
pero esta vez la elaboración será mucho más sutil. Algo así como aquello de
Marcuse y las condiciones objetivas y subjetivas para la revolución. Las
condiciones objetivas para la revolución, decía Marcuse, se daban ya en las
sociedades occidentales de los años sesenta ¿Por qué no se producía entonces la
revolución de una vez? Porque no se daban todavía las condiciones subjetivas.
He ahí el problema. Pues bien, el planteamiento pedagógico superador parece ir
en una línea parecida. Estamos, objetivamente, en el mejor de los sistema
educativos posibles. Esto se toma como una verdad axiomática que no admite
réplica. ¿Por qué, entonces, siguen produciéndose molestas disfunciones que nos
dejan en ridículo, por ejemplo, en PISA, o tantas otras que cada vez es más
difícil negar?
Dicho sea de paso que uno más
bien tiene la sospecha que a pedagogos, autoridades educativas y políticos, tan
maravillosamente conchavados, les pasa lo que a aquel general que citaba Larra,
y al cual aludía hace unos días. Habiendo recibido el aviso de que se divisaba
al enemigo, ordenó que se les lanzara un cañonazo, y al objetarle su edecán que
estaba fuera de alcance, ordenó que en lugar de uno, fueran dos cañonazos. Pero
claro, no es este un análisis –la perseverancia en el error- al que sean muy
sensibles los antecitados, de modo que sigamos con la interpretación
«marcusiana». Si estamos objetivamente en el mejor de los sistemas educativos
posibles, sus disfunciones han de ser necesariamente de origen subjetivo.
¡Claro! El profesorado que defiende modelos anacrónicos, pero ahora a la
culpabilización se le añade un elemento mucho más sofisticado: carece de
preparación para llevar a cabo las tareas que tiene encomendadas.
Y con ello llegamos a la
auténtica piedra de toque de esta reformulación del argumento ad hominem, la afirmación a priori según
la cual «el profesorado necesita más
formación». Una modalidad sofisticada de falacia que presupone a su vez la
atribución de autoridad a quien la profiere, argumento ad verecundiam, es decir, una suerte de argumento de autoridad
previo que faculta para argumentar ad
hominem descalificando de entrada cualquier posible objeción, entre otras
cosas acaso porque el que objete, si no está lo suficientemente formado, no
sólo carezca de enjundia suficiente para contra argumentar, sino que muy
probablemente, como es el caso, ni tan sólo sea consciente de su falta de
formación, una característica, ésta, que como es bien sabido, forma parte de
los atributos de la condición de ignorante.
No será sin duda un argumento
muy respetuoso para con el potencial oponente, pero es sin duda efectivo si se
consigue que así sea percibido, no sólo por parte de los «espectadores», sino
incluso en ocasiones por los mismos aludidos. Efectivamente, si de entrada
afirmo que alguien necesita formarse, así, sin más, estoy diciendo que no está
formado y, en consecuencia, que muy probablemente no entenderá nada de lo que
tenga que decirle hasta que no esté debidamente formado bajo mi dilecto
magisterio.
Siempre, y por encima de todo,
lo que hay que eludir es el debate sobre el modelo. Porque claro, es el mejor
de los modelos educativos posibles, sólo que seguimos empeñándonos en enseñar y
ahora la cosa ya no va de esto.
Algunos, más que
necesidad de formación diríamos de deformación, pero claro, si de entrada te
han dicho que no estás formado, estás desautorizado para replicar, y con ello
estamos otra vez al cabo de la calle. Eso es lo que hay. A los profesores franceses, hoy en huelga, no parece que les entusiasme tampoco la idea, ni a sus sindicatos, a diferencia de la mayoría de los de aquí. Claro, como comenta irónicamente Jorge en su blog, es que son reaccionarios. ¿A quién se le ocurre pretender explicar física a chavales de banlieue? Parece evidente, sólo a un reaccionario.
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