Sigue uno preguntándose por
qué en materia de educación, o mejor de enseñanza –antiguamente instrucción
pública-, no sólo opina y da lecciones quién quiere sin reportarse lo más
mínimo, además de impartir admoniciones y doctrina con la mayor desfachatez -esto
ocurre en realidad en cualquier ámbito-, sino, muy especialmente, cómo es posible
que planteamientos de solvencia análoga a los que en cualesquiera otros campos serían
tildados de chifladuras y despachados sin mayor trámite, en el educativo acostumbren
a tener en cambio tan buena acogida.
No sé… ¿Alguien se imagina al
consejo de dirección de un hospital adscribiéndose a la santería? ¿O sugiriendo
que uno pueda convertirse en médico a través de la información que nos facilita
la sociedad de la ídem? ¿O a una escuela de aviación animando a los futuros
pilotos a ser «creativos» en sus rutas de vuelo? ¿O sin las pertinentes pruebas
que acrediten la pericia adquirida como piloto? Un servidor, la verdad, no
puede imaginárselo.
Otra cosa muy distinta es que
de vez en cuando te salga un tarado, como en los recientes y luctuosos hechos
del avión de los Alpes. Pero esto es algo muy distinto a lo que aquí estamos
tratando, y si lo menciono es precisamente para dejar bien claro que en modo
alguno estoy relacionándolo con los ejemplos objeto de este post.
Sigamos pues. No sólo el colectivo
de médicos o de pilotos, siguiendo con estos ejemplos, pondrían el grito en el
cielo a las primeras de cambio ante tales majaderías, sino que la sociedad,
compuesta al fin y al cabo de potenciales pacientes y pasajeros, les daría su
apoyo total e incondicional.
Porque uno
puede entender que el buen padre de un hijo melón, que quiere ser médico o
piloto, desee sobre todo que su hijo lo consiga, y que llegado el caso, hasta
exija una reclamación del examen de autopsia o de vuelo, o acuse a los
examinadores, o al sistema o a la sociedad, de condenar a su hijo a la frustración
y a la infelicidad por cercenar su futuro al haberle calificado con un cero
patatero.
Si, se puede entender. Pero
dejando de lado que a pocas luces que tenga jamás se dejaría operar por su hijo
ni se subiría al avión que pilotara, lo cierto es que el resto de la
ciudadanía, examinadores incluidos, y los que facultan a los examinadores, le
dirían al padre que se vaya con su melón a otra parte. Ajo y agua, vamos.
Y le dirían también con toda
seguridad que, por más informes psicopedagógicos que se aportaran acreditando
el indiscutible interés y esfuerzo manifestado por el cucurbitáceo, hay lo que
hay, y que este tío como médico o como piloto iba a ser un peligro público. Y
que si se frustra, pues que se compre un Lego
y construya un hospital con él, que se suba a los avioncitos de la feria o
que se vaya al psicólogo. Pero de entrar en el quirófano o en la cabina de
vuelo, nada de nada. Y la sociedad no sólo lo entendería; también aplaudiría. Lo entiende y lo aplaude.
Cierto que hay majaderos en
todas partes, pero también lo es que en algunas está implícito el «stupids not admitted» y que todo el mundo
tiene claro que ha de ser así, mientras que en otras, en cambio, se les da
pábulo. ¿Por qué?
A lo mejor es más sencillo que
todo esto y que todos los ríos de tinta que se han vertido intentando combatir
la ingente cantidad de sandeces que se han dicho y se han aplicado en el
campo educativo. Ciertamente puede que, como dice un amigo mío, los tontos sean mayoría;
vale, admitámoslo incluso al riesgo –o la certeza- de caer en tal conjunto.
Pero incluso así, esos mismos tontos no nos comportamos tan tontamente según de
qué se trate. Y eso no deja de ser significativo.
A lo mejor es que, aun tontos, nos podemos ver como pacientes o pasajeros, y entendemos que otro
tonto operándonos en el quirófano o pilotando creativamente el avión en que viajamos,
nos está poniendo en peligro por culpa de su necedad o de su incompetencia.
En cambio, no vemos el daño que hace un sistema educativo tan zafio como el que
tenemos; porque no vemos en qué pueda ponernos en peligro… y porque nos halaga
los oídos que nos digan que no hay tontos y que todos podemos ser lo que no
estaríamos dispuestos a aceptar en un tonto.
Claro que, a lo mejor,
es una tontería.
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