Hay algo que me parece
necesario resaltar de la mayoría de reacciones que ha suscitado la propuesta de
reforma de los estudios universitarios realizada por el ministro del ramo. Me
refiero a la no discriminación entre dos órdenes distintos de crítica que
deberían abordarse por separado, y cuyo solapamiento nos desvía del que debería
ser el auténtico debate sobre dicha propuesta. Estos dos órdenes son el
académico, por un lado, y el económico, o su
impacto socioeconómico, por el otro. Un solapamiento que tal vez no sea tampoco
inocente por parte de ninguno de los bandos en liza, pero que me parece
ineludible denunciar si queremos evitar la confusión y la demagogia a la que
estamos asistiendo en relación a la polémica que se ha generado sobre el tema.
Como mínimo si aspiramos a entenderlo.
Porque una cosa es la
pertinencia, o no, de una modificación de la estructura de las titulaciones
universitarias, y otra muy distinta el
encarecimiento que dicha modificación comporte para sus usuarios. En el primer
caso estamos ante un debate académico; en el segundo, ante un tema económico de
impacto social innegable. Y lo que no se puede hacer, o no se debería hacer, es pretextar la
prioridad de uno de dichos órdenes con la finalidad de conseguir ciertos
objetivos que caen en el dominio del otro. Y esto es precisamente lo que a mi
parecer se está produciendo.
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