Uno de los fenómenos más
sorprendentes de todo el «procés»
iniciado hace ahora dos o tres años, es sin duda la asunción acrítica, y
consiguiente subordinación, por parte de la izquierda, del discurso maniqueo
promovido por la derecha nacionalista en relación a la posición de la sociedad
catalana con respecto a la independencia o a la permanencia en España. Una
asunción que, como autorrefencia en contexto, equivale a la autodescolocación
sin más. Y así le va. Un modelo falseado y dicotómico que sin duda se aviene
con los intereses nacionalistas de una u otra bandera, y que la izquierda,
entre acomplejada y descolocada, parece asumir sin más. Queda, eso sí, por ver
cómo lo enfocará PODEMOS, pero no me cabe la menor duda de que si saben
sacudirse este discurso, su éxito en Cataluña está garantizado.
Cómo se ha llegado hasta este
punto requiere sin duda una explicación muy compleja, pero sospecho que ha
influido en ello el mito mesetario según el cual la política catalana destaca
por un fair play del que carece la
española. Y esto se lo han creído por igual en la Cataluña ensimismada como en
buena parte de la España más genéticamente anticatalana. Para autocomplacencia
de unos y escarnio de otros. Un mito que, en realidad, consiste en una
apariencia de finezza bajo la cual se
esconde una praxis de férreo control social y clientelar, cuya cobertura es una
concepción política provinciana y patrimonialista. Nunca hubo tampoco un oasis
catalán, sino una poza hedionda con niveles de corrupción perfectamente
homologables a los del resto de España, o incluso más. Porque si desde la
propia Cataluña, los árboles no dejan ver el bosque, el bosque que se divisa
desde España, impide a su vez ver algunos «arbolitos» más que significativos. Cierto
que escándalos como los casos Palau o Pujol han agrietado seriamente este
tópico, pero en gran medida la inercia se mantiene.
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