Las recientes «revelaciones»
sobre las causas de la muerte del general Prim, a partir de las autopsias que
se han practicado sobre su cadáver, en lugar de contribuir a un mayor
esclarecimiento de tan brumoso magnicidio, han tenido precisamente un efecto
contrario: oscurecerlo aún más.
Hasta hace muy poco, los
enigmas sobre la muerte de Prim se habían centrado en las autorías
intelectuales y materiales que, respectivamente, urdieron y llevaron a cabo el
atentado que acabó con su vida. Como Julio César, muchos siglos antes, o como
Kennedy, casi un siglo después, nadie en su sano juicio dudó, desde un primer
momento, que se trataba de un poderoso
complot en el cual, como dijo en su momento Valle-Inclán, más bien parecía que
algunas pistas estuvieran allí con la intención de desviar y confundir a los
investigadores. Pero nadie hasta ahora había puesto en duda el relato de los
tres días que van del 27 de diciembre de 1870, en que sufrió el atentando, a
las 19:30h en la calle del Turco, hasta la noche del 30, en que murió. Ahora,
en cambio, sí.
Según la versión oficial,
Prim llegó a su casa herido de gravedad, pero no mortalmente, en el hombro
izquierdo y en la mano, y subió las escaleras por su propio pie. Al tercer día,
la infección de las heridas produjo los accesos febriles como consecuencia de
los cuales murió. Se ha hablado de una
posible mala praxis médica, que no habría sabido evitar la septicemia. Cuando,
ante el evidente deterioro del enfermo, el secretario de Prim llamó al
prestigioso Dr. Sánchez Toca, su diagnóstico fue lapidario: “Me trae usted a ver un cadáver”. Eran
las 16:30h del 30 de diciembre. Pocas horas después, Prim fallecía.
Esta versión ha sido
cuestionada por algunos de los que han
participado en las autopsias. Dichas nuevas versiones son, básicamente, tres.
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