Pues bien, lo más paradójico de todo esto es
que en la segunda fase del nacionalismo español, que acabará
eclosionando en la guerra civil 1936-39, los que se envolverán en la
idea de nación -debidamente secuestrada y transmutada- serán
precisamente los herederos históricos de todos estos sectores:
espadones absolutistas como Franco, Mola o Carrero, clérigos
integristas como el cardenal Segura o Guerra Campos, carlistas
reciclados en nacionalistas como los requetés, y los falangistas. Estos últimos, de inspiración fascista italiana, pero con unos componentes
"genéticos" de base tradicionalista y agraria fuertemente
arraigados.
Y en el medio y origen de este secuestro y
metamorfosis, la Restauración. Un apaño para adaptar el
particularismo preilustrado a las inapelables exigencias de los tiempos que
estaban corriendo, asentando un sistema que garantizara un dominio de
clase atávico, pero con apariencias de modernidad que, en la mayoría
de casos, eran puramente decorativos. Unos particularismos que, pese a
envolverse en la bandera nacionalista, lo siguen siendo y cuya
naturaleza excluyente parte desde su mismos orígenes, y en clave de
enemigo interno, de la negación de la diferencia y, a la vez, de la
necesidad objetiva de su existencia como categoría fundacional de su
discurso. Una diferencia negada encarnada en los nacionalistas
catalanes y vascos -en buena medida surgidos también del carlismo
reciclado e igualmente particularistas- cuya singladura correrá
paralela a la necesidad que de ellos tenía el particularismo
reinventado como nacionalismo español, así como de los restos del
nacionalismo español originario, situado ahora junto a
separatistas o simplemente catalanistas o vasquistas moderados, en el
saco común de la anti España.
Desde un planteamiento nacionalista. Alguien
podría objetar, no sin buena parte de razón, que el
nacionalismo ilustrado español también negaba la diferencia, por
ejemplo, a catalanes o vascos, desde un plano político o cultural. Y
sin duda es cierto en la medida que no la contemplaba, al menos como
hecho significativo. Pero con una diferencia fundamental. Esta no
contemplación, o incluso negación, partía de un proyecto
incluyente, universalizador y modernizador, frente al cual lo
anterior era visto como obscurantismo, ignorancia y resabios
feudales. Se trataba de crear un sujeto político. De ahí el concepto universal de ciudadano frente al de
súbdito. Muy al contrario, en cambio, el modelo nacional pre
ilustrado que le sucederá, parte del dominio de un particularismo
frente a los otros. Una cosa es la superación de la diferencia, otra
muy distinta su negación.
No en vano, y desde la estricta perspectiva de los hechos, los particularismos nacionalistas identitarios periféricos sólo empiezan a cuajar cuando se instala como hegemónico el nacionalismo excluyente, igualmente particularista e identitario, de aquellos que, en su momento y por su propia naturaleza, eran los más ferozmente antinacionalistas.
Por lo demás, que esto haya sido una
consecuencia del proyecto semifallido de estado moderno español,
parece evidente. Los identitarismos de unos y otros, enfatizados ad
nauseam por los cortos y mezquinos intereses de las clases
dominantes, ya sea en los nacionalismos periféricos o en el central, no
hay en mi opinión la menor diferencia, parecen habernos llevado a
una situación sin solución de continuidad. Pero pudo no haber sido
así, al menos como posibilidad. Hoy, con el camino recorrido, se
antoja ciertamente más difícil, si no imposible. A lo peor, el problema es que este país no da más de sí.