Se sorprende Hermann Tertsch de la distinta consideración social que merecen los términos "nazi" y "comunista". Así, mientras que tildar a alguien de "nazi"
se percibe como un insulto intolerable, no ocurre lo mismo con el de
"comunista". Pero en realidad, afirma, se trata en ambos casos de
ideologías criminales. Esta asimetría se manifiesta también, para su
perplejidad, en los respectivos antónimos. Mientras que el término
anticomunista resulta «absurdamente despectivo», el de «antinazi» o, más ad usum «antifascista», siempre tiene
connotaciones positivas. De contradictoria y paradójica califica esta actitud,
según él, tan generalizada, cuya única explicación parece encontrarse en la
«prosaica realidad» (SIC) de que el comunismo ganó la guerra, mientras que el
nazismo la perdió.
Eso sí, Tertsch añade que,
si bien el comunismo asesinó mucha más gente que el nazismo, el primero fue de
una criminalidad primitiva, mientras que la modernidad nazi con su
industrialización de la muerte, le incorporó un «valor añadido» mucho más
peyorativo, invistiendo al nazismo con un halo más diabólico y siniestro. Pero para
el que muere, prosigue Tertsch, aunque le maten de forma diferente, le matan
igual. Se trataría, concluye, de dos ideologías igualmente criminales.
A uno lo que le sume en la
perplejidad es que un «fino analista» como el Sr. Tertsch, defensor a ultranza
del individualismo, pueda incurrir en una ligereza teórica tal como la de hablar
de «ideologías criminales» sin discriminación conceptual alguna; porque al
hacerlo, soslaya sin más algo que un teórico neoliberal como él no debería
desconocer: quienes matan son las personas, no las ideologías; por más que lo
hagan en su nombre.
Para hablar de «ideologías
criminales», antes hemos de haber determinado si dicha naturaleza criminal es,
aristotélicamente hablando, substancial, inherente a ella, o por el contrario,
accidental; ya sea en este último caso como consecuencia, nunca justificable,
de la propia naturaleza humana o
por cualquier otra razón extrínseca, en principio, a la ideología en cuestión.
En román paladino, si la ideología incluye en sus mismos genes este
carácter criminal.
Porque siguiendo con la
lógica del Sr. Tertsch, cabría igualmente atribuir a Jesucristo la responsabilidad
de las hogueras de la inquisición o los pogromos; a Marx los crímenes de Stalin y los gulags; o
a Nietzsche y a la música de Wagner, las atrocidades de los nazis. Y no creo
que sea sostenible en ninguno de estos casos. Es decir, si los crímenes
cometidos en nombre de una ideología la convierten en criminal, tan
responsable sería, entonces, el ejecutor como el inspirador de dicha ideología,
fuera cual fuere. Claro que también entonces el liberalismo podría ser la
«ideología criminal» responsable de la carnicería de la Primera guerra mundial.
No, la realidad es mucho más
compleja. Si hablamos de ideologías, o sobre ideologías, estamos en un plano teórico, y lo cierto
es que para calificar a una ideología de criminal, no basta con que en su
nombre se hayan cometido crímenes, por repugnantes y execrables que sean, sino que este
carácter criminal ha de poder encontrarse en sus contenidos esenciales. Y ahí,
la equiparación entre comunismo y nazismo, amparada en el factum de los crímenes cometidos por
comunistas o por nazis, es falaz sin más. Y tendenciosa.
Que en nombre del comunismo
se han cometido crímenes abominables es indiscutible. Y que la catadura moral
de muchos de sus líderes, como Stalin o tantos otros, corra pareja a la de los
líderes nazis, también. En ambos casos estamos tratando con psicópatas
megalómanos que consiguieron hacerse con el poder. Y de unas circunstancias
desafortunadas que les facilitaron el acceso a dicho poder. Pero si pensamos
que el comunismo o los escritos de Marx llevan inevitablemente al gulag ¿Por
qué entonces no podríamos pensar igualmente que los Evangelios llevan a las
hogueras de Torquemada o de Calvino? ¿O el liberalismo económico inevitablemente a la guerra?
En el caso del nazismo, su
naturaleza criminal es inherente a sus propios fundamentos ideológicos, a partir
de postulados tales como los que proclaman la superioridad de una determinada
raza sobre otras de naturaleza, ojo, dato importante, no sólo inferior, sino
también maligna en algunos casos. De ahí a la exterminación de las razas
perversas -léase judíos y gitanos- y a la relegación de las inferiores a la
mera condición servil respecto de sus señores superiores arios, va sólo un
paso: la ejecución del ideario. Eso no es sólo la realidad, está contenido en
los escritos fundantes de la ideología nazi. Y así lo viere quien lo leyere.
No. Que de facto muchas ideologías o religiones hayan instaurado regímenes
de terror es una cosa; abyecta, repugnante y execrable, que no merece la menor
benevolencia en el juicio, sino la más contundente de las condenas. Pero afirmar sin más que de iure son ideologías criminales es, simplemente, falta de
sutileza en el juicio u ofuscación.
A lo mejor es por eso, para
sorpresa del señor Tertsch, que a pesar de los crímenes cometidos en sus
respectivos nombres, se sigue distinguiendo a los comunistas de los nazis.
Quizás en el primer caso se entiende que era una bella utopía cuya realización
topó con el insoslayable escollo de la naturaleza humana -con sus grandezas y
sus miserias-, mientras que en el segundo, el del nazismo, se trataba de una
ideología intrínsecamente criminal.
Que de facto acabaran igual, no implica que de iure lo fueran. Una cosa es cierta, como dice Tertsch: al
que matan, lo han matado y está muerto. Pero entonces sería equiparable morir en un accidente de
aviación a estrellarse contra las torres gemelas. Y no es así. Puede que para
el muerto sí, una vez muerto; pero para los que quedan vivos, no.